jueves, 28 de mayo de 2015

Mi Encuentro con el Poeta Loco


A comienzos de los años ochenta, tendría aproximadamente 14 años y mi hermana se encontraba realizando su año de prácticas de Instrumentación Quirúrgica en la ciudad de Cereté, Cordoba.

Mi madre y yo íbamos a visitarla con frecuencia y siempre era grato recorrer esas extensiones inmensas de tierra plana, con abundantes prados verdes, ganados blancos y robustos, y laderas inmensas e interminables de matas de algodón, estas, vistas desde la ventanilla del auto, eran lo más similar que podíamos tener en estas áridas latitudes, a un prado cubierto de nieve.

Se quedaba ella en la casa de la familia Rodríguez Espitia, la cual queda ubicada en el barrio Venus, era una casa antigua, grande y de madera, era de color verde claro y un hermoso jardín demarcaba el camino de la entrada, y este a su vez, era protegido por unas hermosas rejas negras de formas muy elaboradas. Justo enfrente de esta hermosa casa, un brazo del rio Sinú pasaba agrandado y veloz en época de invierno, era una vista hermosa e intimidante al mismo tiempo.

En cierta ocasión mientras reposábamos el almuerzo degustando un tinto, irrumpió en medio de la sala un hombre muy alto. Lucía fornido, de piel blanca pero algo curtida, no sucia, asoleada; su cabeza notoriamente grande, estaba cubierta de cabello liso, negro y ligeramente alborotado. Vestía una camisa guayabera de cuatro bolsillos de color gris, se veía algo gastada, la combinaba con un pantalón negro; ambas prendas estaban limpias, pero lo que resaltó de inmediato, fueron sus enormes pies descalzos, trajinados y llenos de barro.

Su tono de voz era grave, hablaba fuerte y con mucha confianza, parecía ser allegado o por lo menos alguien bien conocido por la familia. Usando buen léxico y denotando buenos modales, pide un tinto, se sienta con nosotros y comienza a interrogarnos. Empieza por mi madre: le preguntó sobre su ocupación, ¿cual era la relación de ella con la familia Rodríguez Espitia? ¿Procedencia?, etc. Luego se dirige a mí, preguntó el parentesco entre mi madre y yo, mi edad, colegio, año que cursaba, y me preguntó que si me gustaba la poesía, respondí que sí, y comenzó a declamar uno de sus poemas, uno que hablaba de que él era un Dios en su pueblo o algo así, quedé asombrado, como alguien evidentemente desquiciado podía escribir algo tan bonito y coherente. Después preguntó por mi dirección en Cartagena, Esthercita Rodríguez, hija de la dueña de casa, me hace unos ademanes a espaldas del sujeto que no entendí, yo le di mi dirección. Este hombre termina su café, y de la misma forma atrevida que irrumpió, se marcha. No sin antes prometer visita.

Apenas sale, Esthercita algo preocupada me dice: no te asombre si llega a tu casa, él tiene una memoria excelente. ¿Y quién es él? Pregunté, es Raúl Gómez Jattin, alguien a quien la inteligencia lo llevó a la locura.

Nunca me visitó, cosa que me alegra porque la verdad es que el personaje me intimidaba un poco. Muchos años después, estando de amores con quien fuese después mi esposa, estábamos en el parque de San Diego tomando vino y escuchando canciones de Silvio Rodríguez. De repente, llegó Raul y lo reconocí inmediatamente. Pide un trago de ron a otro grupo de muchachos que estaba cerca de nosotros, ellos en un tono bastante displicente le dijeron que no. Raúl, visiblemente enojado, lanza un zarpazo y les arrebata la botella, allí de pie y medio de estos chicos, empina la botella y se toma un gran sorbo de licor, y lo que queda, haciendo gala a su locura, lo revienta contra el piso salpicándonos de vidrios y licor a todos los allí presentes. Y con una carcajada estridente, despavorido corre y se pierde entre las estrechas callejuelas de San Diego.

¡Loco hijueputa! Alcanzó a gritarle uno de los afectados, y después, todos fuimos contagiados por la risa al ver la desfachatez del personaje. Pocos días después de este suceso, leí en el periódico local, la trágica noticia de su muerte atropellado por un auto fantasma.

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