En 1973 tenía escasos 7 años y estudiaba en el colegio “Los Ángeles”, el cual quedaba ubicado en el barrio pie de la popa. A este, llegaba a veces a buscarme mi padre cuando sus menesteres lo permitían. Era un verdadero placer regresarme con él. No queriendo decir con esto que el recorrido en la ruta escolar fuera aburrido. Para nada, mis compinches de desorden, y la jocosidad de Orlando, el menor de los dos hermanos conductores que nos transportaban, hacían del largo trayecto un grato momento. El otro conductor de mi ruta, Benjamín, era muy serio.
Recuerdo que en una de esas idas de mi padre al colegio, la euforia con la que siempre lo recibía, se desvaneció a penas me subí al auto. Era un Chevrolet Chevette de dos colores, gris en su techo, y blanco en todo el resto. En esa época los autos eran inmensos y a diferencia de los de ahora, los puestos delanteros no venían individualizados, era un solo asiento largo y enterizo donde conductor y pasajeros compartían el mismo espacio. Y en la parte trasera, otro asiento de igual proporción. Por más que él me preguntó acerca de mi estado de ánimo, no quise entrar en detalles, y él, distraído con sus divagaciones cotidianas, aplazó el tema para cuando llegáramos a casa.
Ese trayecto lo sentí eterno, la ventanilla del auto que siempre me distraía mostrándome la vida callejera en porciones, aquella tarde no existía. Con mi vista clavada en el piso, solo pensaba en lo injusta que era la vida. Me atemorizaba el solo pensar que ya no vería más a mis padres, que no jugaría con mi perro, y que sería depositado en un frío hueco hecho en la tierra. Y en este me dejarían abandonado cuando todos regresasen a sus casas; como hacía poco había observado en el sepelio de alguien cercano a mi madre.
Al llegar a casa, mi madre enseguida preguntó acerca de mi estado de ánimo. Mi padre le comentó que él tampoco sabía, que así de lánguido había venido todo el camino, pero cuando él muy sonreído le comenta a ella que le había traído un obsequio, mi actitud comenzó a cambiar. Regresa mi padre al auto y todos lo observábamos expectantes. Abre la puerta trasera y toma del asiento, una enorme caja de madera que manipulaba con mucho cuidado. Era un reloj de pared marca Jawaco modelo San Marcos que había comprado en la joyería “La Lupa”, la cual quedaba ubicada en el centro histórico de Cartagena, calle de Las Carretas. Esta, era propiedad de don Clemente Orozco, vecino y amigo de la casa.
Este reloj mi padre lo había colocado boca abajo y en el asiento trasero del auto, con el fin de preservar la integridad del delicado vidrio, con el que éstos se adornan en su parte frontal. Por lo que, únicamente quedaba expuesto a la vista, una caja de madera con bordes tallados, muy similar a un pequeño ataúd. Y fue eso lo que mis ojos infantiles vieron al subirme al auto. Y como era yo, el más pequeño de la familia, mi volátil imaginación dedujo, que por alguna razón desconocida para mí, mis días estaban contados. Aún puedo escuchar en mi mente, la sonora carcajada de mi padre, cuando supo la razón de mi angustia en todo el trayecto.

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