Hace más o menos 35 años comenzaron los trabajos de adecuación del lote donde funciona desde aquel entonces, el “Parque Cementerio Jardines de Cartagena”, era un lote de terreno extenso, con grandes y centenarias bongas, las cuales fueron taladas en su mayoría. Había justo en la mitad del terreno y hacia la derecha, una laguna grande que colindaba con la calle que separa el parque cementerio de los barrios “El Socorro” y “Santa Mónica”.
En la mitad del lago, estaba la más grande de todas las bongas, era imponente y su follaje exuberante daba sombra a medio lago. Sus raíces se alzaban por fuera de las aguas y denotaban la maraña que debía estar debajo del mismo. Era tan grande su tronco y base que formaban una pequeña isla a la cual cruzábamos apoyados en un grueso pedazo de icopor.
Después tomábamos un hilo de nailon y lo amarrábamos al extremo de una rama seca, cogíamos un alfiler y lo doblábamos en forma de “U”, de manera que pudiera ser utilizado como anzuelo, usábamos como carnada fragmentos de lagartijas o lobitos que cazábamos previamente e imaginándonos en una playa extensa, nos disponíamos a pescar.
Recuerdo como si hubiese sido ayer, la alegría que sentía cuando el nailon comenzaba a vibrar y al halarlo, allí estaban, unas pequeñas mojarras de color marrón y en la base de sus cabezas justo al pie de las agallas, las adornaban delgadas líneas anaranjadas en forma de arco. Que grandes nos sentíamos. Los más osados se montaban a la bonga y usando sus ramas como trampolines, saltaban a las aguas adornándose con improvisadas figuras, parecían estatuas humanas suspendidas en el aire. Sobra decir que yo jamás lo hice, sobra decir también que jamás aprendí a nadar. Qué tiempos aquellos, era la mejor forma de gastar las tardes calurosas y eternas de nuestras vacaciones de junio.
Una tarde cualquiera cuando llegaba del colegio, veo una romería dirigiéndose a la orilla del lago, los que ya habían llegado miraban insistentemente al centro del mismo, con gran curiosidad me acerqué y pude escuchar como todos comentaban casi al unísono, “se ahogó un niño”. Al otro extremo del lago estaban sus compañeritos de juego, eran tres, vestían solo la pantaloneta, temblaban de miedo y frio, se veían sus manos pálidas y arrugadas por la larga estadía en el agua, las tenían unidas, con los dedos entrelazados y pegadas a sus tiritantes barbillas.
Estaban los bomberos y la policía, quienes desde un pequeño bote y con largas ramas, hurgaban por todo el lago como tratando de chuzar el cuerpo. Las horas pasaron y llego la noche, frustrados los rescatistas por la no recuperación del cadáver, dan paso a los buzos de la armada quienes ya casi a media noche, logran rescatar el cuerpo del pobre niño, todo ese tiempo había permanecido enredado en el laberinto de raíces que se formaban debajo de la bonga.
Fue él quien estreno el parque cementerio, los dueños del mismo como tratando de expiar alguna culpa, donaron la última morada del menor y procedieron a rellenar el lago. Fue este niño el primer huésped del parque cementerio y la última persona que disfrutó del muy apreciado cuerpo de agua.
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