miércoles, 30 de diciembre de 2015

Homenaje a Gabo


Yendo rumbo a casa de mis hijas en la urbanización Villa Venecia, una tarde cualquiera de estos melancólicos días de semana santa, el conductor del taxi que me transportaba, abruptamente detiene su marcha y sin explicación aparente se baja del auto, motivo: apropiarse de dos mangos recién caídos de uno de los frondosos arboles, que de este fruto, en dicha urbanización abundan.

No sé si por amabilidad o por sentirse él obligado, al pensar erróneamente que era yo propietario de alguna de las casas, extiende sus manos y me pone a escoger uno cualquiera de los pintorescos frutos y me hace partícipe de la fortuita adquisición.

Eran dos magníficos ejemplares, generosos en tamaño pero diferentes en apariencia. Uno lucia matizado con una perfecta combinación de rojo y amarillo que sutilmente se diseminaba por todo el fruto, indicando de esta manera que  había alcanzado su total madurez. El otro, carente absoluto del rojo presente en el primero, mostraba en su base un pálido verde esparcido e imponente hasta poco más de la mitad del mismo, y de allí en adelante, un pálido amarillo poco a poco se iba imponiendo, hasta volverse reluciente e intenso en la punta a manera de corona. Este último era el menos maduro.

Devolviendo el gesto, dejé que fuera él quien se apropiara del predilecto y dejara para mi el descartado, y como bien había supuesto, el amable conductor dejó para mi el más verde.

Estos mangos de "Clase" (con este apelativo se les conoce en estas tierras), poseen un exquisito y dulce sabor cuando están maduros, pero cuando no han alcanzado ese punto, su acidez es tan fuerte que algunos lo tildan de insoportable.

Sofía, mi hija de 10 años, apenas vio el magnífico ejemplar y al notar que era el color verde lo que predominaba en su corteza, enseguida supo que hacer para conseguir mayor disfrute de la apetitosa vianda. Fue entonces cuando en pocos segundos pasé, de padre proveedor, a ayudante culinario.

Con mucha diligencia la vivaz niña toma un afilado cuchillo y me ordena pelar el mango en su totalidad, advirtiéndome antes que debía retirar sólo la corteza. Toma ella un plato hondo y va depositando los trozos de mango ya pelados dentro del mismo. En un pequeño plato llano aparte, la laboriosa niña hace una mezcla terrosa con sal y pimienta. Y como si esto fuera poco, escurre las dos mitades de un jugoso limón sobre el ya sudoroso y recién rebanado mango. Mis papilas gustativas rechinaban dentro de mi boca por tanto estímulo visual y de aromas. Cada pedazo goteante de mango verde untado con la terrosa mezcla de sal y pimienta, saturaban de salivación de mi ya aguada boca, mucho antes de que el trozo de mango la tocase.

Como olvidar la espontánea carcajada que la bella Sofy expelía, cada vez que veía que mi rostro afectado por la ácida mezcla se arrugaba. Sus blancos dientes por completo los mostraba y parte de su encía sobre ellos reluciente se veía. Sus ojitos negros, llorosos y brillantes lucían, mientras ella; totalmente descontrolada y con una mano tapando su boca, trataba de esconder infructuosamente su risa. Tenía ante mí una de las mas hermosas de las vistas, la espontánea carcajada de un niño.

Para ti mi apreciado lector; si he logrado que en tu mente vieras los mangos que el taxista recogió, si logré mostrarte el rostro alegre de mi pequeña hija, y sí, mejor aún, logré que se te hiciera agua la boca con la preparación e ingesta de la fruta; entonces has sentido el poder de la palabra, aclarando eso si, de manos de este simple aficionado con pretensiones de literato.

Sólo se debe juzgar la obra y legado de una persona teniendo en cuenta su desempeño y productividad dentro de la misma. Criticar a nuestro nobel por su ideología, irreverencia de credo, o peor aún, por su escasa diligencia político-administrativa con respecto a su natal Aracataca, o respecto a nuestra sufrida Colombia, es tan ilógico, como pretender exigirle a alguno de nuestros inoperantes dirigentes públicos, una obra literaria.

Paz en su tumba.

jueves, 23 de julio de 2015

La Auto-discriminación del los Negros


Una noche de miércoles cualquiera, me encontraba en el bar “Tasca María” de la calle de la Media Luna en mi natal Cartagena de Indias. Fui invitado por uno de los propietarios de la época, Eduardo Luis Guardela Quintana, quien en varias ocasiones me insistió que lo visitara un miércoles, para de esta manera comprobar lo espectacular que era la vida nocturna, en esta calle, estos días en especial. Motivado por mi espíritu investigativo (ganas de una buena conversa y una fría cerveza), decidí aceptar la invitación y constatar, vivencialmente, lo que en este afamado sector ocurría.

Ya cerca de la media noche, una chica joven, negra, delgada, alta y muy atractiva, se acerca y me pregunta que si podíamos bailar. Acepté su propuesta, no sin antes obtener la aprobación de un chico alto y musculoso que la acompañaba.

Después de bailar una Salsa y un Reguetón, esta pareja se ubicó a mi lado en la atestada barra del lugar y conversamos amenamente. En uno de los apartes de la tertulia, esta chica comienza a “despacharse” en contra de los cartageneros, sin importarle saber que era yo nativo. Que todos éramos racistas, excluyentes, mal educados, etc. La dejé que se desahogara y apenas me permitió el espacio, le comenté: amiga, primero, mi educación jamás permitirá referirme tan despectivamente de una región, o país cualquiera, sabiendo que hay un originario de la misma presente; segundo, cuando hables de personas, jamás cometas el error de agruparnos a todos en un solo concepto; somos entes individuales y por ende, cada uno un universo distinto, complicado y enigmático, pero distinto.

Ella, un poco alicorada ya, insistía en el racismo; tratando de mostrar aceptación de mis palabras, ya no solo endilgaba esta criticable práctica, únicamente a los cartageneros, y dijo que era una actitud generalizada en toda Colombia, y comenzó a contar una serie de actos racistas que ella había padecido.

Nuevamente la dejé que terminara todos sus argumentos; debo reconocer que tenía razón al sentirse discriminada según lo que narró. Han existido, existen y existirán personas discriminatorias siempre, esto lo atribuyo yo, a frustraciones propias de cada individuo discriminador, quienes al no poder justificar un argumento o causa cualquiera con el intelecto, acuden a la agresión, y/o discriminación para ocultar sus falencias. Y así se lo argumenté a la hermosa mulata, y le informé que así de blanquito como ella me veía a mí, era hijo de madre negra, y seguidamente le pregunté: ¿Y tú, eres negra? A lo que ella muy afanada respondió, ¡Claro que no! ¡Yo soy morena clara!

Moraleja: El ofenderse es una decisión propia. Desde hace muchos años decidí, que a pesar de lo que digan, o hagan, no ME permitiría, que nada, ni nadie, me ofendiera.


jueves, 28 de mayo de 2015

Mi Encuentro con el Poeta Loco


A comienzos de los años ochenta, tendría aproximadamente 14 años y mi hermana se encontraba realizando su año de prácticas de Instrumentación Quirúrgica en la ciudad de Cereté, Cordoba.

Mi madre y yo íbamos a visitarla con frecuencia y siempre era grato recorrer esas extensiones inmensas de tierra plana, con abundantes prados verdes, ganados blancos y robustos, y laderas inmensas e interminables de matas de algodón, estas, vistas desde la ventanilla del auto, eran lo más similar que podíamos tener en estas áridas latitudes, a un prado cubierto de nieve.

Se quedaba ella en la casa de la familia Rodríguez Espitia, la cual queda ubicada en el barrio Venus, era una casa antigua, grande y de madera, era de color verde claro y un hermoso jardín demarcaba el camino de la entrada, y este a su vez, era protegido por unas hermosas rejas negras de formas muy elaboradas. Justo enfrente de esta hermosa casa, un brazo del rio Sinú pasaba agrandado y veloz en época de invierno, era una vista hermosa e intimidante al mismo tiempo.

En cierta ocasión mientras reposábamos el almuerzo degustando un tinto, irrumpió en medio de la sala un hombre muy alto. Lucía fornido, de piel blanca pero algo curtida, no sucia, asoleada; su cabeza notoriamente grande, estaba cubierta de cabello liso, negro y ligeramente alborotado. Vestía una camisa guayabera de cuatro bolsillos de color gris, se veía algo gastada, la combinaba con un pantalón negro; ambas prendas estaban limpias, pero lo que resaltó de inmediato, fueron sus enormes pies descalzos, trajinados y llenos de barro.

Su tono de voz era grave, hablaba fuerte y con mucha confianza, parecía ser allegado o por lo menos alguien bien conocido por la familia. Usando buen léxico y denotando buenos modales, pide un tinto, se sienta con nosotros y comienza a interrogarnos. Empieza por mi madre: le preguntó sobre su ocupación, ¿cual era la relación de ella con la familia Rodríguez Espitia? ¿Procedencia?, etc. Luego se dirige a mí, preguntó el parentesco entre mi madre y yo, mi edad, colegio, año que cursaba, y me preguntó que si me gustaba la poesía, respondí que sí, y comenzó a declamar uno de sus poemas, uno que hablaba de que él era un Dios en su pueblo o algo así, quedé asombrado, como alguien evidentemente desquiciado podía escribir algo tan bonito y coherente. Después preguntó por mi dirección en Cartagena, Esthercita Rodríguez, hija de la dueña de casa, me hace unos ademanes a espaldas del sujeto que no entendí, yo le di mi dirección. Este hombre termina su café, y de la misma forma atrevida que irrumpió, se marcha. No sin antes prometer visita.

Apenas sale, Esthercita algo preocupada me dice: no te asombre si llega a tu casa, él tiene una memoria excelente. ¿Y quién es él? Pregunté, es Raúl Gómez Jattin, alguien a quien la inteligencia lo llevó a la locura.

Nunca me visitó, cosa que me alegra porque la verdad es que el personaje me intimidaba un poco. Muchos años después, estando de amores con quien fuese después mi esposa, estábamos en el parque de San Diego tomando vino y escuchando canciones de Silvio Rodríguez. De repente, llegó Raul y lo reconocí inmediatamente. Pide un trago de ron a otro grupo de muchachos que estaba cerca de nosotros, ellos en un tono bastante displicente le dijeron que no. Raúl, visiblemente enojado, lanza un zarpazo y les arrebata la botella, allí de pie y medio de estos chicos, empina la botella y se toma un gran sorbo de licor, y lo que queda, haciendo gala a su locura, lo revienta contra el piso salpicándonos de vidrios y licor a todos los allí presentes. Y con una carcajada estridente, despavorido corre y se pierde entre las estrechas callejuelas de San Diego.

¡Loco hijueputa! Alcanzó a gritarle uno de los afectados, y después, todos fuimos contagiados por la risa al ver la desfachatez del personaje. Pocos días después de este suceso, leí en el periódico local, la trágica noticia de su muerte atropellado por un auto fantasma.

Un Vuelo Casi-Fatal.



Comencé a laborar para Hocol S.A. en octubre de 1989. Esta era una petrolera americana recién adquirida por compañías Shell. Estaban recién llegados a la ciudad de Cartagena y de ella muy pocos tenían conocimiento. Ingresé referenciado y recomendado por Mónica Abello, ex compañera y amiga en Amocar S.A. empresa encargada de elaborar amoniaco. Tuve la fortuna de conocer a Mónica cuando realicé, en esta empresa, mis prácticas estudiantiles de Tecnología de Sistemas a mediados de 1988.

Para ingresar a Hocol me tocó renunciar a La Siderúrgica Del Caribe (fue esta empresa mi primera experiencia laboral) y recuerdo que al anunciar mi retiro, mi jefe de la época, Nicanor Espinosa, me advirtió lo riesgoso que era dejar una empresa reconocida e importante, por la aventura que emprendería. Además, era yo el encargado de liquidar la nómina con escasos 21 años, lo que me auguraba un ascenso vertiginoso y seguro en la mencionada siderúrgica.

Dejándome llevar por mi instinto, y por el hecho que mi sueldo fue, literalmente duplicado, ingresé a la localmente desconocida Hocol S.A.

Estando en plena inducción empresarial, y como requisito de la misma, debimos viajar en uno de los 3 chartes (al servicio de la compañía) a la ciudad de Neiva en el departamento del Huila. Era un día jueves, y el viaje demoraba 2 horas desde Cartagena. Regresaríamos el mismo día al finalizar la tarde.

En pleno vuelo y a escasos 20 minutos de llegar a la capital del Huila, la cabina del pequeño bimotor con capacidad para 15 pasajeros, súbitamente comenzó a llenarse de humo. Este salía abundantemente por los ductos del aire acondicionado y todos a bordo entraron en pánico; más yo al ver que el vuelo transcurría sin sobresaltos, ni descenso repentino, tranquilamente esperé a que nos informaran acerca de lo que estaba sucediendo. La azafata entró a la cabina de los pilotos y les informó acerca de la inusual situación. El ingeniero de vuelo recorrió el pequeño aparato inspeccionando todo; y pidiéndonos tranquilidad, regresó a la cabina de pilotos. Yo, algo inquieto, observé que la presencia de humo persistía. De repente, un sudoroso ingeniero de vuelo, aparece nuevamente; su rostro lucía palidez extrema, sus ojos, ostensiblemente abiertos, evidenciaban pánico y desespero. Presuroso recorría en busca del origen del humo, y yo, al ver el rostro descompuesto de este señor, entré en pánico también. Pensé, si este individuo, entrenado e instruido para este tipo de situaciones, estaba así de angustiado, la caída de la pequeña aeronave sería inminente.

A los pocos segundos el humo comenzó a disiparse. El ingeniero y la azafata, ahora más relajados, nos informaron que la situación ya estaba controlada, y nos pidieron alistarnos para el ya próximo aterrizaje en la ciudad de Neiva.

Al aterrizar, varios de nosotros muy angustiados, preguntamos acerca del regreso. La azafata, una chica joven, rubia y muy atractiva, nos informó que el avión quedaría para revisión en Neiva, y otro chárter vendría desde Bogotá por nosotros para finalizar el trayecto.

Estuvimos en Neiva y recorrimos algunos pozos petroleros de la compañía. Visitamos varias instalaciones y una refinería. Almorzamos en el club que Hocol tenía en dicha ciudad, y que si mal no recuerdo, se llamaba: “Andaquíes”. En este pasamos el resto de la tarde hasta la hora de regreso.

Ya en el aeropuerto y al darnos cuenta que el regreso sería en el mismo avión, todos nos reusamos a abordar. La inútil insistencia del piloto, e ingeniero de vuelo; por convencernos de que había sido un daño menor en una de las mangueras hidráulicas, no nos convencía. Hasta que esta hermosa azafata, con una sola intervención, nos persuadió. “A ver mis chicos queridos, ¿ustedes piensan que nosotros, la tripulación, somos suicidas? Pues no, yo quiero vivir ¡y quiero regresar a casa ya!”. Este argumento, totalmente válido y acertado, nos convenció. Abordamos, unos más preocupados que otros, pero abordamos; y emprendimos el feliz regreso, sin contratiempos. Cabe anotar que la infaltable existencia de whisky que había en el pequeño aparato, fue agotada.

Este azarado vuelo lo realizamos un día jueves. El martes siguiente y cerca del mismo sector donde ocurrió nuestro percance, este avión se accidentó; en las montañas que rodean el aeropuerto de Neiva, pereciendo toda la tripulación (piloto, ingeniero de vuelo, azafata) y varios empleaos de Hocol. Entre ellos un ingeniero del mismo departamento donde yo laboraba, Proyectos.


“Institución Educativa y de Enseñanza Temprana La Seño Triny”



Mis primeros años escolares fueron donde la “Seño Triny”, colegito de barrio ubicado en la urbanización Santa Mónica. Constaba únicamente de un aula, la sala de la casa.

La directora, profesora, secretaria, asistente de baño y aseadora, era la seño Triny. Mujer blanca y simpática con apariencia del interior del país, y su esposo, panadero de profesión, y profesor de educación física e inglés, por rebusque. Ellos dos, eran los encargados de la atención y el cuidado de aproximadamente 10 o 12 niños.


Las clases terminaban al medio día, y mientras nos venían a recoger, la seño Triny nos sacaba a la terraza y aprovechábamos ese valioso tiempo para jugar a lo primero que se nos ocurriere. Cierto día, mientras jugábamos correteándonos los unos a los otros, a mi compañerito de clases Edwin Salcedo Vásquez, se le salió uno de sus zapatos, y yo, de esa forma irreflexiva que caracteriza a los infantes, y casi que instintivamente, lo tomé, y sin la más mínima duda, lo arrojé al tejado de la escuelita. A Edwin esto para nada lo mortifico y seguimos jugando como si nada, él con un pie calzado y el otro en plantilla de medias.

A Edwin lo recogía su hermano mayor. Iba en una camioneta grande de color rojo oscuro y de estacas metálicas en la parte trasera. Cuando este le pregunta a Edwin por el otro zapato, este, con esa sonrisa tan amplia que siempre le ha caracterizado y que deja ver parte de sus encías, le informa que estaba en el tejado, que yo allá se lo había tirado.

Lógicamente el hermano no estaba preparado para este imprevisto, llama a la puerta de la seño Triny y le solicita una escalera. Recuerdo al hermano de Edwin como un hombre muy alto y grueso, recuerdo que los dos nos mirábamos y reíamos por la dificultad con que este subía por las escalas. Ya ubicado en el extremo superior y ad portas del tejado, levanta su rodilla izquierda y cuando trata de alcanzar el techo, la escalera se desliza un tris sobre el repello que no estaba pintado en lo más alto de la pared, imposible olvidar la cara de susto de este señor y la gran hilaridad que esta produjo en todos los chicos que atentos mirábamos el rescate.

Con mucho esfuerzo por fin el calzado es rescatado, y el corpulento hombre emprendió el descenso, el cual fue igual de gracioso para nosotros, como complicado para él. Con el fin de bajar más seguro usando ambas manos, cuando estaba a mitad de la escalera, suelta el zapato y lo deja caer al piso. Inmediatamente miré a Edwin, y otra vez sin dudarlo siquiera, tomé el calzado y nuevamente lo tiré al techo, para de esta forma obtener una repetición instantánea del divertido rescate. No sé si por pena, o temor, la seño Triny quedó enmudecida. Jamás podré borrar de mi mente la cara de este señor, cuando ya con ambos pies en la tierra, y al preguntar por el zapato, notoriamente avergonzada, la seño Triny le informa que nuevamente está en el tejado.

Cuando todo pasa, la seño Triny muy seria me pidió que le prestara mi cuaderno y comienza a escribir. Yo seguí alegremente correteando con el resto de compañeritos. Me llamó la atención el tiempo que tardaba escribiendo la seño Triny, y como no sabía leer, me le acerqué y pregunté: ¿Seño Triny y que tanto escribe? “Escribiendo lo bien que te portas aquí en el colegio Ivancito, a penas llegues a tu casa, le enseñas esta nota a tu mamá”.

Y así lo hice, apenas me baje del carro salí corriendo con mucha alegría y sin saludar a mi madre siquiera hurgué entre mi maletín y apresurado le mostré el cuaderno diciéndole: “mami, mami, la seño Triny mandó una nota que dice lo bien que yo me porto”.

Duré dos semanas castigado y sin salir a ninguna parte, recuerdo a mi padre tenuemente sonreído, con la mano a un lado de su mejilla tratando de ocultar su boca y diciéndole en voz baja a mi madre: “! A este carajo lo expulsaron del parvulito ¡”.


Viaje a Venezuela. Parte 1.


En diciembre del 2007 viajé por negocios a Venezuela, me fui por carretera en un extenso viaje de 10 horas desde Cartagena hasta Maracaibo.

Con anticipación y aprovechando la internet, ubique un hotel cerca de la terminal de autobuses de Maracaibo e hice la reservación, como llegaba de noche no quería arriesgarme a tomar un taxi, me habían hecho tantas advertencias acerca del orden público en Venezuela que viajaba algo paranoico.

Mi destino final era Punto Fijo en el estado de Falcón, ciudad en la costa del Caribe que por ser puerto libre, era muy apetecida por los comerciantes. Para llegar a ella desde Maracaibo, hay que tomar unos taxis antiguos que salen de la central de abastos y son la forma más rápida y “segura” de llegar. Aclaro que en Venezuela si quieres prestar el servicio de taxi, las reglamentación es muy estricta: debes elaborar ya sea en cartón, cartulina u hoja de papel común un cartel que enuncie, con puño y letra del interesado, la palabra “TAXI”, lo colocas en el vidrio delantero del auto y listo, este sólo requisito te habilita para prestar el servicio. Enseguida entendí porque en estos “TAXIS”, es donde mayormente roban a los incautos turistas. El amigo que me atendió en Maracaibo queriendo tener un gesto amable, pagó los dos cupos delanteros del taxi para que viajara cómodo y sin la perturbación de estar pegado a un total desconocido por cinco horas seguidas, en el puesto delantero solo iríamos el conductor y yo, no me imaginaba lo inconveniente que esto sería.

Arrancamos y lo primero que noté es que el vehículo no tenía cinturones de seguridad, el conductor era un tipo joven, piel morena, muy alto y de una prominente barriga, con una gran destreza para manejar y hablar por celular al mismo tiempo, todo esto mientras el velocímetro no bajaba de los 140 km/hora, si, 140 km en un carro totalmente desvencijado, sin cinturones y el cual vibraba tanto que alcancé a preocuparme por la permanencia de mis calzas dentales en su sitio. Se nos atraviesa una pareja en una moto y les juro que alcancé a hundir el piso del carro de la frenada tan bárbara que yo pegué, el conductor me mira y sonriente me dice “¿que, te asustaste chamo?”.

Con el fin de ignorar el evidente peligro en que la amable intensión de un amigo me había colocado, me propuse ignorar la ruta y concentrarme en el paisaje, no se puede negar que la vista es espectacular, desierto total, solo visto por estos ojos provincianos en películas, enormes cactus en forma de tridente y de un verde intenso a pesar de la aridez que los rodea, dunas y dunas de arena roja que contrastan con el azul intenso del cielo y el incandescente sol reflejaba todo se esplendor en el mar verde esmeralda que de vez en cuando se dejaba a ver a lo lejos en partes del trayecto. Pueden pasar largos momentos sin contemplar la más mínima muestra de civilización y cuando crees que esta va a aparecer, cabras y uno que otro rancho es lo más cercano a dicha palabra.

Comienza a caer la noche y noto que el conductor no enciende las luces, le pregunto acerca de esto y me responde con esa actitud burlesca sostenida durante todo el viaje, “Todavía es temprano chamo”, ¡ H…P..ta ¡, exclamó mi angustiado pensamiento mientras me hundía en la silla, ¡estos Venezolanos vienen con visión nocturna de nacimiento!.

Sigo mirando el paisaje ya resignado de lo que Dios quiera, cuando me llaman la atención unos grandes letreros de color naranja y letras negras, que por la poca luz y alta velocidad no alcanzaba a leer de una sola ojeada, pero reto es reto y me doy a la tarea de descifrarlos, en realidad poco me importaba lo que decían era otra manera de distraer la mente e ignorar el traumático viaje.

Noté que los letreros coincidían con la aparición de unas torres gigantescas de alta tensión y como estaban alineados al trayecto de estas, pensé que tendrían que ver con ellas. “Estrategia”, dije para mí, me enfocaré en tratar de leer línea a línea y así descifrar lo que dicen y comencé:.. “Peligro”, ¡ESO! pensé con emoción, la primera línea dice Peligro, seguro es por el alto voltaje, y esperando la aparición del siguiente letrero mentalmente me programe a leer solo la segunda línea. “Animales”… jajaja ya sabía que estos letreros no me ganarían... llega el próximo: “animales en”…  “¡¡¡ ANIMALES EN LA VIA !!!”; juro que jamás en mi vida había sentido el temor real de la muerte, 140 km por hora, 6:40 de la tarde, luces apagadas, sin cinturón de seguridad y animales en la vía y al volante, que podría ser peor.

Llegamos a Punto Fijo a las 8:30 pm, resulto ser más provincial que la metrópolis comercial que yo imaginaba, a esa hora no había hotel disponible y me tocó dormir en un motel de poca monta donde a pesar de no creer en fantasmas, los lamentos y quejidos me mantuvieron despierto gran parte de la noche. Le di gracias a Dios de estar vivo, insomne pero vivo.

Viaje a Venezuela. Parte 2.



Caminando las atestadas calles de Punto Fijo y ya dedicado a mis compras, de repente escucho a lo lejos que alguien llama: “Douglas Páez”, la verdad me sorprendí mucho, me parecía poco probable que alguien en estas latitudes me conociera, volteo y grata sorpresa, era Juan Carlos Páez, compañero de clases y egresado también de Comfenalco, resaltaba entre la multitud, era el único en pantaloneta, además esta era tan larga que sobrepasaba sus rodillas, con cuadros azules y blancos, la acompañaba con una camiseta blanca y sandalias tipo Jesúcristo. Cabe anotar que en el 2007 estas pantalonetas no existían, pero mi amigo Juan siempre fue un visionario de la moda. Fue grato encontrarlo, nos saludamos y cada cual sigue su camino.

Termino mis compras y noto que todavía me quedan algunos devaluados bolívares y como no era negocio regresar con esta moneda, busco en que gastarlos y decido invertir todo en un solo objeto, un televisor LCD de 32 pulgadas que costaba tres millones seiscientos mil bolívares, que más o menos equivalían a $900.000 pesos Colombianos. La dependiente al momento de facturar me informa que iba a registrar la compra solo por tres millones quinientos mil bolívares para que la aduana de Venezuela no me pusiera problemas ya que en Punto Fijo solo permitían compras hasta este monto por persona, ¡QUE! y hasta ahora me entero, después de 2 portátiles, 10 cámaras digitales y un equipo de sonido para autos. Ninguno de los dependientes donde hice las compras me informó de esto, ningún cartel hace alusión al respecto, no hay una isla de información para compradores o visitantes, no había nada.

Terminé mis compras como a la 1 pm y después de conseguir un buen hotel donde quedarme y guardar mis cosas, me dedique a conocer Punto Fijo, no fue tarea muy larga, tiene a las afueras lo que dicen es una de las refinerías más grandes del mundo, hay también unas playas hermosas desde las cuales puedes, en tan solo pocos minutos en lancha o ferry, llegar hasta Aruba y Curasao. Entrada la noche me quedé en un centro comercial que está ubicado a la salida para Maracaibo, es espectacular, muy grande y en el cual hay un excelente restaurante especializado en frutos del mar, fue allí donde con un excelente “Festival de Mariscos”, terminé mi noche.

Al día siguiente procedí a buscar transporte para Maracaibo, no fue tarea fácil ya que me levanté tarde y era domingo, otra vez sobredimensioné mis expectativas de metrópolis comercial de Punto Fijo.

Sentado sobre una de mis cajas en una esquina cualquiera del centro de comercio y después de hora y media de infructuosa búsqueda, se detiene frente a mí un auto de color rojo, nuevo y lujoso, dentro de él se observa a una pareja y el conductor con una seña me pide que me acerque. El tipo tenía buena apariencia, de unos 28 años aproximadamente, la chica podría tener unos 23 y estaba visiblemente embarazada, me preguntan que si soy yo la persona que busca transporte para Maracaibo, era ya casi medio día, me preocupaba las cinco horas de viaje y llegar de noche a Maracaibo, le respondí que sí sin pensarlo, arreglamos precio, montamos mis compras y arrancamos.

Al subir ellos notan que me coloco el cinturón de seguridad y me aconseja el conductor: “conchales chico, quítate eso que si nos accidentamos y se incendia el carro te vas a morir quemado”, no le presté atención y seguimos. Eran muy agradables y educados, veníamos conversando amenamente cuando ya en la salida del puerto y próximos al CADIVI (entidad de aduanas en Venezuela), el joven se detiene y me comenta, “chico vamos a acomodar bien lo tuyo y lo mío, sino estos HP policías nos joden” y empieza a sacar una cantidad de botellas de Buchanan´s que llevaban en los puestos delanteros y comienzan a acomodarlas entre mis cosas y en cuanto espacio disponible hubiese dentro del auto, la verdad que a estas alturas del camino y con ganas de salir rápido no hice objeción alguna, por el contrario los ayudé a esconder su whiskey.

Llegamos al puesto de control a la 1:20, la fila de autos era larga, yo me bajo y procedo a observar como estos funcionarios hacían las requisas y que tan riguroso era el control, me di cuenta que en uno de los carriles había un funcionario, blanco, muy alto, con notable sobre peso y cara de bonachón, ¡este es!, dije para mis adentros, este gordito debió haber almorzado hace más o menos una hora, es la 1:30 de la tarde, sol inclemente, día caluroso, debe tener sueño, todo esto debería redundar en un control más ligero, además noté que este carril fluía más rápido lo que en mi pensar corroboraba mi teoría, “definitivamente este es” me repetí. Regresé al auto y le sugerí a mi transportador que nos cambiáramos a ese carril, él enseguida accedió apenas escuchó mis argumentos.

Nos llega nuestro turno y el gordito nos pide identificación y las facturas de lo que habíamos comprado, no nos hizo bajar siquiera del auto, solo miraba por entre las ventanas del mismo, con su mano puesta en la visera de la gorra como tratando de extenderla y lograr de esta manera más sombra. Yo desde la ventanilla le paso mi pasaporte y una factura, comencé con la de menos valor y él le estampaba el sello de aprobación y me la regresa, le paso otra, y hace lo mismo, le paso otra y otra, en esta última, el funcionario me advierte, “conchales chico ya aquí te estabas pasando del monto permitido” y le estampa el sello, le paso otra y me dice: “coño chico, ya aquí te pasaste” y le estampa el sello, animado yo por lo laxo del uniformado, le paso la factura del equipo de sonido para autos y vuelve a reprochar “CONCHALES VALE, ya aquí estas ido”, descaradamente y aprovechando la buena actitud del personaje y su poco rigor en la requisa, le paso la factura del televisor, esa que de por sí sola copaba el monto permitido de compras, “!COOOÑO DE TU MADRE CHICO! con esta me mataste”, le estampa el sello de tal manera que pensé que este, traspasaría la factura, mi pasaporte y su mano, me devuelve el documento junto con el pasaporte y nos despide: “¡Por aquí no vuelvas más chico!”, fue su último reproche mientras sosteniendo su gorra por la visera, removía su cabeza dentro de ella como queriéndosela atornillar. 

Seguimos el viaje y otra vez cuando procedo a ponerme el cinturón, de nuevo el absurdo consejo del conductor, lógicamente lo volví a ignorar. Ya a mitad de camino y justo frente a nuestra panorámica uno de esos taxis viejos, igual al que me transportó desde Maracaibo a Punto Fijo, se accidenta de frente contra un bus, el conductor del taxi sale disparado y rodando por el piso atravesando la calzada justo frente de nosotros, la reacción oportuna de nuestro conductor evita hacernos parte de tan trágico acontecimiento, fue terrible la escena, nos detuvimos un rato y debo reconocer que permanecimos en el auto la esposa embarazada del conductor y yo, con lo que ya habíamos visto era suficiente. Reanudamos la marcha y les advertí acerca de la importancia de los cinturones de seguridad, “si ese conductor lo hubiese traído puesto, no habría salido disparado del auto y por ende, salvado su vida”, la primera en ponérselo fue la chica a quien me toco indicarle como usarlo, el conductor pretendía que le indicara también a él mientras iba al volante, lo hice detener y le enseñé como usarlo, proseguimos ya todos con los cinturones puestos cuando a unos 15 minutos de viaje noto que el conductor se suelta el cinturón, luego lo vuelve a colocar en su sitio, acto seguido lo vuelve a desenganchar, nuevamente lo asegura, al ver que iba a seguir con este extraño comportamiento mientras nos conducimos por una vía de alto riesgo, le pregunto acerca de que era lo que estaba haciendo y él muy asombrado y con cara de gran regocijo me comenta que por fin había dado con el significado de esa extraña luz roja que jamás se apagaba en el tablero de su recién adquirido Dodge Neón 2006, era un misterio resuelto, que muy a pesar de haber ido a talleres especializados y centros de servicios, ningún ingeniero en Punto Fijo, había dado con la funcionalidad de dicha luz y remata diciendo: “yo si sabía que debía ser de alguna advertencia, porque rojo es peligro aquí y en toda la bolita del mundo. Mira Colombia mis respetos chamo, tu sí que eres inteligente”, me acomodé en mi asiento, recosté la cabeza a la ventanilla y contemplando el paisaje permanecí en silencio el resto del camino.


El Primer Huesped



Hace más o menos 35 años comenzaron los trabajos de adecuación del lote donde funciona desde aquel entonces, el “Parque Cementerio Jardines de Cartagena”, era un lote de terreno extenso, con grandes y centenarias bongas, las cuales fueron taladas en su mayoría. Había justo en la mitad del terreno y hacia la derecha, una laguna grande que colindaba con la calle que separa el parque cementerio de los barrios “El Socorro” y “Santa Mónica”.

En la mitad del lago, estaba la más grande de todas las bongas, era imponente y su follaje exuberante daba sombra a medio lago. Sus raíces se alzaban por fuera de las aguas y denotaban la maraña que debía estar debajo del mismo. Era tan grande su tronco y base que formaban una pequeña isla a la cual cruzábamos apoyados en un grueso pedazo de icopor. 

Después tomábamos un hilo de nailon y lo amarrábamos al extremo de una rama seca, cogíamos un alfiler y lo doblábamos en forma de “U”, de manera que pudiera ser utilizado como anzuelo, usábamos como carnada fragmentos de lagartijas o lobitos que cazábamos previamente e imaginándonos en una playa extensa, nos disponíamos a pescar.

Recuerdo como si hubiese sido ayer, la alegría que sentía cuando el nailon comenzaba a vibrar y al halarlo, allí estaban, unas pequeñas mojarras de color marrón y en la base de sus cabezas justo al pie de las agallas, las adornaban delgadas líneas anaranjadas en forma de arco. Que grandes nos sentíamos. Los más osados se montaban a la bonga y usando sus ramas como trampolines, saltaban a las aguas adornándose con improvisadas figuras, parecían estatuas humanas suspendidas en el aire. Sobra decir que yo jamás lo hice, sobra decir también que jamás aprendí a nadar. Qué tiempos aquellos, era la mejor forma de gastar las tardes calurosas y eternas de nuestras vacaciones de junio.

Una tarde cualquiera cuando llegaba del colegio, veo una romería dirigiéndose a la orilla del lago, los que ya habían llegado miraban insistentemente al centro del mismo, con gran curiosidad me acerqué y pude escuchar como todos comentaban casi al unísono, “se ahogó un niño”. Al otro extremo del lago estaban sus compañeritos de juego, eran tres, vestían solo la pantaloneta, temblaban de miedo y frio, se veían sus manos pálidas y arrugadas por la larga estadía en el agua, las tenían unidas, con los dedos entrelazados y pegadas a sus tiritantes barbillas.

Estaban los bomberos y la policía, quienes desde un pequeño bote y con largas ramas, hurgaban por todo el lago como tratando de chuzar el cuerpo. Las horas pasaron y llego la noche, frustrados los rescatistas por la no recuperación del cadáver, dan paso a los buzos de la armada quienes ya casi a media noche, logran rescatar el cuerpo del pobre niño, todo ese tiempo había permanecido enredado en el laberinto de raíces que se formaban debajo de la bonga.

Fue él quien estreno el parque cementerio, los dueños del mismo como tratando de expiar alguna culpa, donaron la última morada del menor y procedieron a rellenar el lago. Fue este niño el primer huésped del parque cementerio y la última persona que disfrutó del muy apreciado cuerpo de agua.


"Pipeline" from Carlos Vives


No recuerdo bien si fue en 1992 o 1993 cuando trabajando en HOCOL S.A., una petrolera adquirida por el grupo SHELL, que fui invitado a la inauguración de una discoteca ubicada en el barrio el Laguito de la ciudad de Cartagena, era una casa grande blanca de dos plantas, estilo mediterráneo, pisos de mármol y columnas blancas hacían parte de su arquitectura. Tenía una hermosa piscina interna y su patio trasero era el mar caribe, sí, en este sector del laguito las casas poseían en aquella época, playa privada.

Se llamaba PIPELINE y todos comentaban que uno de los socios era Carlos Vives, lo cual terminó siendo cierto. A esta velada asistimos invitados por Roberto Vélez Cabrales, quien era amigo de otro de los socios, un chico rubio, de baja estatura y muy delgado de apellido Román, que vivía en el edificio que quedaba justo al frente de la afamada discoteca y quien por esas casualidades de la vida había estudiado conmigo en el antiquísimo Colegio de “La Esperanza” de la plaza del Tejadillo en el centro amurallado.

La noche no podía pintar mejor; íbamos muy bien acompañados a la mejor Disco del momento para escuchar el cantante de moda, en fin todo presagiaba una gran noche y en efecto así fue.

Recuerdo que la serie Escalona estaba en su furor y Carlos, quien junto a Florina Lemaitre eran sus protagonistas, le había dado un nuevo aire a las viejas canciones vallenatas, esas que solo teníamos la oportunidad de escuchar cuando nuestros padres o abuelos, nostálgicamente evocaban sus juventudes. De esta forma Vives logró fusionar nuestra juventud a la de nuestros viejos, quienes en un principio lo criticaron al sentir que profanaba a sus juglares de antaño, pero que al igual que nosotros terminaron adorándole y adquiriendo sus cd´s.

En sus inicios como cantante Carlos Vives incursionó en la balada romántica y hay que reconocer que lo hacía bien, es más, estoy seguro que eso era lo que en realidad a él le gustaba y por lo que quería ser reconocido en un principio, pero como la novela había alcanzado un éxito inusitado, era el vallenato lo que comercialmente hablando le recomendarían sus promotores y el público en general como quedó evidenciado esa magnífica noche.

La discoteca estaba llena a reventar, el disyoqui nos entretenía con los éxitos del momento mientras hacía su aparición Carlos, recuerdo como si hubiese sido anoche que el DJ de forma intempestiva bajaba por completo el volumen de la música y todos, pero absolutamente todos, seguíamos cantando al unísono el coro de una canción de Cristian Castro que en ese momento era el furor y decía: “NO PODRAAÁS, OLVIDAAAAR, QUE TE AMEEEEEÉ, COMO YO NUNCA IMAGINEEE” y así nos mantuvieron hasta que el muy esperado Vives hizo su aparición y comenzó a cantar sus baladas más pegadas: “Vuelve”, “No podrás escapar de mí”, “Volví a nacer” y fue justo cuando trato de cantar esta, que el público se alborotó y todos comenzaron a exigir los tema de Escalona, la gente a manera de protesta comenzó a arrojar cubos de hielo a la tarima y pedían a coros “La Gota Fría”, Carlos hace una pausa y se retira por un instante, según se rumoraba los organizadores apresurados habían salido a contratar un conjunto vallenato cualquiera de los que se apostaban en aquellos tiempos a las afueras del Club Náutico y fue esto lo que salvó la noche, de regreso el público alborozado cantaba sin cesar haciéndole coro a Vives, que espectáculo, fue una noche apoteósica, es por esto que creo que los asistentes a esta velada fuimos testigos del cambio de estilo musical de uno de los primeros artistas Colombiano en alcanzar reconocimiento mundial.

Tragedia en zona industrial de Cartagena, Mamonal.


El 8 de Diciembre de 1977, tenía escasos 10 años, nos encontrábamos en la vecina población de Turbaco visitando a Dionisio Torres, amigo entrañable de mi padre, cuando a eso de las 8:30 de la noche, una estrepitosa pero lejana explosión capta la atención de todos los presentes. El silencio se apoderó de todos por escasos segundos y los adultos asustados argumentaban conjeturas entre sí sobre la procedencia y origen de tan extraño suceso.

Era una noche muy oscura y estrellada, en aquella época las luces incandescentes de la ciudad no trascendían más allá del barrio de Ternera y era notorio como comenzaba a cambiar favorablemente la temperatura a medida que comenzábamos el ascenso a dicha población.

Intrigado por lo sucedido y como presagiando un nefasto acontecimiento, mi padre se despide de todos y comenzamos el descenso a casa, famosa era esta carretera (Turbaco – Cartagena) por la alta accidentalidad, ya que además de ser una bajada pronunciada y extensa, las curvas cerradas y la estrechez de la calzada en aquel entonces, hacía de este trayecto una ruta peligrosa.

A mitad de camino y justo en medio de una de las curvas, un jeep Land Rover color verde claro sobrepasa nuestro vehículo de forma veloz e imprudente, mi padre lo reconoce y muy preocupado comenta: “algo pasó en Abocol, ese carro es uno de los que utilizan los ingenieros que quedan de Stand By en la planta”. Esa era la empresa donde mi padre laboró la mayor parte de su vida y a donde en más de una ocasión lo acompañé felizmente en época de vacaciones, para “ayudarlo a trabajar”.

Apenas llegamos a la casa y cuando aún no nos habíamos bajado del auto, era notorio el repicar incesante del teléfono, mi padre salta del carro y como si ese instante se hiciera eterno, busca desesperado entre su manojo de llaves la que por fin abre la puerta, corre apresurado y contesta desde el teléfono de la sala, era el jefe de seguridad de Abocol coronel ret. julio Gonzalez, quien le informaba que su presencia era requerida en la planta inmediatamente.

La noche fue larga, hasta que por fin nos rindió el sueño, al día siguiente la noticia era de lo único que se ocupaba la gente, 23 personas habían fallecido por la explosión de un reactor en la recién instalada planta de Urea de Abocol, lo que provocó el desprendimiento de una inmensa nube de amoníaco que mataba todo ser viviente que estuviera en su camino, grillos, aves, cangrejos, perros y humano alguno que estuviera en contacto con el letal gas era aniquilado inmediatamente.

Era desgarrador escuchar los relatos de mi padre, era muy elocuente en la descripción de los hechos, de la cantidad de fallecidos en el siniestro, de cómo la piel de los heridos se desprendía en hilachas y quedaba adherida a las manos de quienes trataban de socorrerlos, de un cuerpo encontrado en el baño recostado al lavamanos y con su rostro envuelto en una tolla humedecida como tratando de esta manera evitar la fatal inhalación, de dos compañeros quienes tratando de escapar de la nube tóxica, se treparon a las mallas de seguridad que circundaba las instalaciones y sus cuerpos fueron hallados aferrados a las mismas, con sus ojos brotados y bocas abiertas denotando angustia extrema, en fin relatos tan abrumadores que te arrugaban el corazón y podías sentir en el estómago, ya que el retrato mental era fácil de realizar por la excelente descripción que mi padre hacía de los acontecimientos; es de él de quién estoy seguro, heredé mi humilde habilidad narrativa.

Hoy 36 años después son pocos los recuerdos que la gente tiene de esto, lo traigo a colación por otro incidente ocurrido ayer en esta misma planta y como bien es sabido, quien no conoce su historia, lo más probable es que la repita. Me parece absurdo que la zona industrial de Cartagena no tenga una estación propia de bomberos, sin menoscabar las unidades antiincendios de Ecopetrol, con sus miembros entrenados y equipada para desastres químicos.

Mi Ataud



En 1973 tenía escasos 7 años y estudiaba en el colegio “Los Ángeles”, el cual quedaba ubicado en el barrio pie de la popa. A este, llegaba a veces a buscarme mi padre cuando sus menesteres lo permitían. Era un verdadero placer regresarme con él. No queriendo decir con esto que el recorrido en la ruta escolar fuera aburrido. Para nada, mis compinches de desorden, y la jocosidad de Orlando, el menor de los dos hermanos conductores que nos transportaban, hacían del largo trayecto un grato momento. El otro conductor de mi ruta, Benjamín, era muy serio.

Recuerdo que en una de esas idas de mi padre al colegio, la euforia con la que siempre lo recibía, se desvaneció a penas me subí al auto. Era un Chevrolet Chevette de dos colores, gris en su techo, y blanco en todo el resto. En esa época los autos eran inmensos y a diferencia de los de ahora, los puestos delanteros no venían individualizados, era un solo asiento largo y enterizo donde conductor y pasajeros compartían el mismo espacio. Y en la parte trasera, otro asiento de igual proporción. Por más que él me preguntó acerca de mi estado de ánimo, no quise entrar en detalles, y él, distraído con sus divagaciones cotidianas, aplazó el tema para cuando llegáramos a casa.

Ese trayecto lo sentí eterno, la ventanilla del auto que siempre me distraía mostrándome la vida callejera en porciones, aquella tarde no existía. Con mi vista clavada en el piso, solo pensaba en lo injusta que era la vida. Me atemorizaba el solo pensar que ya no vería más a mis padres, que no jugaría con mi perro, y que sería depositado en un frío hueco hecho en la tierra. Y en este me dejarían abandonado cuando todos regresasen a sus casas; como hacía poco había observado en el sepelio de alguien cercano a mi madre.

Al llegar a casa, mi madre enseguida preguntó acerca de mi estado de ánimo. Mi padre le comentó que él tampoco sabía, que así de lánguido había venido todo el camino, pero cuando él muy sonreído le comenta a ella que le había traído un obsequio, mi actitud comenzó a cambiar. Regresa mi padre al auto y todos lo observábamos expectantes. Abre la puerta trasera y toma del asiento, una enorme caja de madera que manipulaba con mucho cuidado. Era un reloj de pared marca Jawaco modelo San Marcos que había comprado en la joyería “La Lupa”, la cual quedaba ubicada en el centro histórico de Cartagena, calle de Las Carretas. Esta, era propiedad de don Clemente Orozco, vecino y amigo de la casa.

Este reloj mi padre lo había colocado boca abajo y en el asiento trasero del auto, con el fin de preservar la integridad del delicado vidrio, con el que éstos se adornan en su parte frontal. Por lo que, únicamente quedaba expuesto a la vista, una caja de madera con bordes tallados, muy similar a un pequeño ataúd. Y fue eso lo que mis ojos infantiles vieron al subirme al auto. Y como era yo, el más pequeño de la familia, mi volátil imaginación dedujo, que por alguna razón desconocida para mí, mis días estaban contados. Aún puedo escuchar en mi mente, la sonora carcajada de mi padre, cuando supo la razón de mi angustia en todo el trayecto.

AÑO: 1986. LUGAR: TABERNA “LA QUEMADA”


En junio del año 1986, el calor del verano casi eterno que vivimos en Cartagena, alcanzaba los 40 grados a la sombra. Era tan sofocante la sensación térmica, que gastábamos la mayor parte del día en playa. Además, por ser las  vacaciones de mitad de año, nuestra hermosa ciudad amurallada se llenaba de cachacas adolecentes sedientas de: mar caribe, sol y nativos del trópico. Estas dignas representantes de las altiplanicies colombianas, descargaban sus pálidos cuerpos sobre las abarrotadas playas de Bocagrande en el sector conocido como Hollywood.

En las noches, la visita a las discotecas de moda era un ritual obligado. Pero como yo siempre he sido algo extraño, y muy a pesar de estar apenas saliendo de mi adolescencia, hice de la taberna “La Quemada”, uno de mis sitios predilectos para ir a rumbear. Esto causaba asombro en mis contemporáneos, quiénes me tildaban de viejo.

Los boleros, magistralmente interpretados por Cenelia Alcázar, y el excelente dominio de la guitarra acústica que mostraba Sofronín Martinez, hacían que este sitio fuera frecuentado, principalmente, por gente mayor. Recuerdo también que el contrabajo era magistralmente tocado por Hugo Llamas, vecino del barrio El Recreo, y cuando él me saludaba en medio de la tocata al verme llegar, este simple gesto, me daba cierta notoriedad ante quien me acompañase.

Una noche cualquiera de ese junio, llegue a La Quemada acompañado por María del Carmen, una linda exponente de nuestra costa caribe y vecina del barrio de Manga, y como siempre, procedimos a disfrutar de una exquisita velada. En medio del jolgorio y al calor de los tragos, observo como una pareja que estaba apostada en la barra, nos miraba con insistencia. Él, hombre caucásico, entrado en los cuarenta, y ella, una hermosa rubia de aproximadamente treinta años. Su piel era muy blanca, poseía un hermoso y lacio cabello rubio, tan esplendoroso, que parecían rayos arrebatados al mismísimo sol. Sus grandes ojos verdes iluminaban la vieja taberna y captaron enseguida toda mi atención.

Charlábamos amenamente Mary y yo, cuando irrumpe el mesero con un par de tragos que no habíamos pedido. Asombrado por esto, le advierto que mi botella aún no había terminado y que por ende no requería más bebida. El mesero amablemente nos explica, que las bebidas son un presente de los señores de la barra. Esto me pareció extraño, pero levantando la copa a manera de brindis, agradecí el gesto.

En una ida de mi amiga al baño, se aproxima la despampanante rubia y acercándose extremadamente, me susurra al oído: “Quiero bailar contigo y si te preocupa lo que pueda pensar tu amiga, invéntate lo que quieras que yo te sigo la corriente”. Quedé asombrado, ella en ese instante estaba sola, al tipo no se le veía por ningún lado, pero como la inmadurez y los deseos, en aquella época no daban mucho margen a la reflexión, decidí aceptar la propuesta.

Cuando regresa mi amiga del baño, le comento que la chica de la barra me parecía conocida, es más, le confirmé que ya sabía de donde le conocía y levantándome intempestivamente de la silla, pero permaneciendo en nuestra mesa, la llamé, y justo en el instante que ella muy sonriente se dirige hacia mí, abro mis largos brazos y la arropo con un fuerte abrazo mientras le digo: “amiga querida, discúlpame por no haberte reconocido, que hay de tu gente, como quedó tu hermano, ¿sigue en Palmira?”. Fue lo único que se me ocurrió decir, había estado de vacaciones en el diciembre inmediatamente anterior en Cali y vi en esta chica el genotipo de la mujer valluna. Y acerté, ella era caleña por lo que nos quedó muy fácil hablar de sitios reconocidos y de los cuales comentamos con familiaridad. Después de sendos abrazos, y de presentarle a mi amiga, ella, muy amablemente nos presenta a su acompañante quien justo en ese momento regresaba del baño. Luego, ambos regresan a la barra, y nosotros seguimos en nuestra mesa.

Cuando Sofronín y su orquesta descansaban, hacían sonar en LP´s los éxitos del momento, y es cuando suena “Cali Pachanguero”, que esta hermosa rubia hace su movimiento. Se levanta de su asiento y sin dejar un solo instante de mirar hacia mí, se acerca lentamente. Para mí, el mundo se detuvo por un instante. Sus amplias caderas ondulantes, armonizaban con las tonadas de afamado tema. Sus inmensos ojos verdes, clavados a los míos, no permitían que dejara de mirarla, y su alta figura hacía que esta mujer luciera imponente.

Salimos a bailar y su acompañante hizo lo propio con mi Mary. Fueron sólo dos canciones las bailadas, pero fueron las necesarias para darme cuenta que no había sido buena idea. Mi Mary, con su brazo extendido y apoyando su mano abierta sobre el pecho del caballero, marcaba distancia, más la rubia por el contrario, muy emocionada aferraba sus manos a mi espalda, lo que daba como resultado obvio, su pecho y el mío fundidos en uno sólo.

Su estrepitoso palpitar cardíaco irrumpía dominante sobre mi pecho y sus abultados senos, descaradamente reposaban sobre mí. Su respiración agitada la podía sentir cuando chocaba contra mí ya erizado cuello y de vez en cuando, acercaba su nariz detrás de mí oreja como tratando de olfatearme. Por un instante me olvidé del resto del mundo.

Me cercioré de permanecer el mayor tiempo posible de espaldas a Mary y al acompañante de esta chica, de tal manera que mis hombros obstruyeran la visión de ellos. Mis manos inquietas comenzaron a deslizarse muy suavemente desde sus hombros hasta la parte baja de su espalda, y mientras lo hacía, mis dedos palpaban con detenimiento cada milímetro de piel recorrida. El tiempo pareció detenerse, solo existíamos ella y yo, y cuando mis manos alcanzaron el final de su espalda, toda la magia abruptamente se desvaneció. Esta hermosa rubia escondía, debajo de su delicada blusa blanca espalda-afuera, una inmensa  pistola Pietro Beretta 9 milímetros.

Mi corazón acelerado, ya no latía de emoción; era ahora un sentimiento de preocupación lo que me albergaba. Si ella siendo mujer y delicada, usaba una de estas, que rayos estaría portando el tipo.

Mary solo bailó una canción y ya se encontraba en la mesa esperándome, y fue este el pretexto que utilicé para sentarme.

Cuando le comenté a Mary lo sucedido, apresuradamente me replico: "está bueno que te pase".

Seguimos en el sitio y tratamos de continuar nuestra velada como si nada, muy a pesar de que la chica seguía mirando con insistencia, y esto al tipo para nada parecía molestarle.

En una de mis idas al baño, encuentro a dos señores mayores, apostados a la entrada del mismo consumiendo descaradamente cocaína. Ignorándolos por completo seguí mi camino. Al salir, estos tipos seguían en lo mismo pero obstruyendo mi paso, por lo que me toco pedirles permiso. Fingiendo buscar algo en el bolsillo de mi pantalón, pasé en medio de ellos sin tener que mirarlos, y cuando levanto la vista para seguir mi camino, allí estaba ella, de pie en medio del espacio compartido de los baños, estaba esperándome. La verdad, ya no me emocionó verla. Con tono fuerte y algo agresivo, me increpa: "¿que estás haciendo? si quieres droga pídeme a mí". Yo le aclaré que no tenía nada que ver con eso, que era obvio que no conocía a esos señores.

Ella prosiguió reclamándome, era evidente que el licor en ella ya había comenzado a hacer efecto. De repente y para mi total sorpresa, rápidamente saca su arma y colocándola en mi pecho me recrimina: "¿qué tal si te digo que soy de la DEA?, ¿cómo estarías ahora?". Mis ojos no se podían apartar de la reluciente pistola, su brillo metálico encandiló mis pupilas, y por un momento pensé que la accionaría. Mas sin embargo, la calma que siempre me ha caracterizado en momentos difíciles, permitió que actuara serenamente. Extendí mis brazos y la abracé afectuosamente, quedando el arma en medio de los dos. Fue lo único que se me ocurrió hacer, y funcionó, se quedó callada, ella tiernamente encogió sus hombros, ladeó la cabeza y acomodó su delicado rostro entre mi hombro y cuello, pareció refugiarse en mí, y con la mano que le quedaba libre, fuertemente correspondió el abrazo.

Cuando la solté, tan rápido como la había sacado, guardó su arma. Acto seguido, toma mi rostro con ambas manos y me da un fugaz beso en la boca, luego muy sonriente, prosigue al tocador de damas.

Llegué a la mesa y le dije a Mary que debíamos marcharnos inmediatamente. Era la una y treinta de la madrugada. Pido la cuenta y noto cuando ella, algo zigzagueante, viene caminando nuevamente a su sitio en la barra.

Cuando el mesero regresa, nos comenta que la cuenta ya había sido cancelada por estos sujetos. En esa época, los narcos andaban como dueños y señores de la ciudad. Me preocupaba salir a las carreras y que esto les disgustara, por lo que decidí acercarme para agradecer la invitación y despedirnos.

El tipo, con marcado acento paisa, me pregunta la razón por la cual nos íbamos tan temprano, tomando a Mary por la mano le indiqué, que sólo hasta esa hora, ella tenía permiso. La chica nos dice que ellos tenían un yate atracado en el muelle de Los Pegasos, frente al centro de convenciones, si queríamos, podríamos abordar inmediatamente y dar un paseo nocturno por la hermosa bahía de cartagenera. Usando la misma excusa, les dije que no, pero que tal vez al día siguiente si podríamos si ellos nos decían cómo contactarles. Me pareció, que si sembraba en ellos la esperanza de un nuevo encuentro, nos dejaran ir sin ningún inconveniente. El tipo pide papel y un bolígrafo al dependiente de la barra, y cundo éste los trae, se los pasa a la chica. Ella anota un número fijo, en esa época no existían los celulares, y sólo escribe su nombre, “Adriana”, sin apellido y sin más datos.

Con aparente calma salimos del lugar. Mi auto lo había estacionado en la plaza de los coches, detrás del Reloj Publico, en aquella época me pareció esta una gran distancia. Cuando íbamos a la mitad de la Plaza de la Aduana, miro hacia atrás y noto que ellos también abandonaban la taberna. Le comento esto a Mary y pidiéndole que no volteara, apresuráramos el paso. Era la seguridad de ella lo que más me preocupaba.

Llegamos a mi auto y salimos del centro amurallado. De camino al barrio de manga, miraba con insistencia por el retrovisor a ver si nos seguían. Pero no, ambos llegamos a nuestras casas sin ningún contratiempo.

Pasado un tiempo me enteré, que un poderoso narco a quien apodaban “Tomate”, venía con regular frecuencia a Cartagena. Este personaje se había hecho famoso en la ciudad por dos cosas. Una, por hacerse escoltar únicamente de mujeres, y la otra, por organizar unos bacanales en un lujoso yate que poseía. En estos, no era extraño encontrar afamadas modelos y/o actrices. Este tipo, mucho tiempo después, fue capturado aquí en Cartagena en el barrio de Bocagrande. Recuerdo muy bien la noticia de su captura porque uno de los detectives que participó en el operativo, recibió un disparo en la cara de parte de este señor. Especulando con Mary, llegamos a la conclusión, que éste, habría podido ser, el inquietante personaje de aquella noche.

A los 7 años fui amigo de Kid Pambelé



Fui vecino de la familia Cervantes en el barrio "El Recreo" de la ciudad de Cartagena, cuando mi nombre era Iván en vez de Douglas y no es que me lo haya cambiado, no, es que a los cinco años, edad a la que llegué a dicho barrio, ese Douglas era difícil de pronunciar. 


Eran los Cervantes mis vecinos cuando el campeón recién iniciaba su gloria y la prosperidad llegaba a sus vidas tan contundente y sorpresiva como un golpe de la zurda que él muy bien administraba.



Fui compañero de juegos infantiles y andadas de Manuel Cervantes, su hijo mayor, lo que me permitió muchas veces la entrada a su casa.



Famosas eran las fiestas cuando el campeón llegaba. Recuerdo una descomunal olla de sancocho hirviente en medio del patio y a nosotros corriendo alrededor de la misma, o jugando a las escondidas entre las matas de plátano. Estas casas tienen patios extensos donde no es extraño encontrar frutales, hortalizas y matas ornamentales, lo que para nuestra volátil imaginación infantil, no era difícil convertir en una exuberante jungla.



La primera vez que vi al campeón fue en uno de esos corrillos infantiles esquivando adornos e invitados por toda la casa. De repente, Manuel abruptamente me detiene colocando su mano abierta en mi pecho, y señalado con su índice me advierte, "ese es mi papá". Percibí admiración y amor en sus palabras ya que si hubiese querido jactarse, me hubiese señalado al "Campeón".



Y allí estaba él, sentado en medio de todos, callado; le brindan un trago y dice que no, sin desplante ni gesto alguno, simplemente dice que no. Pambelé se da cuenta de nosotros y con un gesto nos pide acercarnos. Con voz gruesa, pero a la vez pausada, y un leve acento palenquero, pregunta: "¿Mane y este cachaquito quién es?", "papi él no es cachaco, es Ivancito Páez y vive en la otra calle, detrás de los Orozco". "¿Y él es amigo tuyo?", Volvió a preguntar el campeón. "Si papi, él es mi amigo". Entonces, levantando sus dos manos empuñadas y haciendo un ademán de combate boxístico, toca mi pecho con ese puño inmenso, áspero y lleno de callos en los nudillos y exclama: "entonces Ivancito Páez también es mi amigo". Me quedé impávido y con una sonrisa media faz congelada en mis pronunciados cachetes. No lo podía creer, era amigo de "Kid Pambelé".



Fue la única vez en mi vida escolar, que desee acortar el fin de semana para llegar lo más pronto posible al colegio. Hice la primaria en el colegio "Los Ángeles" del barrio Pie de la Popa, y afanado quería llegar y presumir, de esa forma exagerada y jactanciosa que solo a los niños les queda bien; que era amigo del gran "Kid Pambelé".



Tengo en mi mente la imagen de un hombre moreno, alto, delgado y muy elegante. Vestía traje completo; serio y bien puestecito, como dirían nuestras abuelas.



Recuerdo verlo retirarse a dormir cuando la fiesta aún estaba lejos de terminar, no podían ser más de las ocho de la noche pues mi permiso era hasta esa hora, y yo aún permanecía en medio del jolgorio dando lata con el hijo del campeón.



La casa de los Cervantes era blanca, y en la fachada había incrustaciones de ladrillo rojo hasta poco menos de la mitad de la pared. El piso era de baldosas blancas con pequeños puntos y trazos rojos.



Recuerdo que en una de esas llegadas del campeón, como siempre, el sancocho era para todo aquel que quisiera saludarle, y claro allí estábamos nosotros en medio de todos corriendo sin cesar.



Tenían ellos en la mitad de la sala comedor y justo sobre la mesa, una inmensa lámpara de cristales, con múltiples rombos tridimensionales que caían a borbotones, era una lámpara hermosa, la estructura central o esqueleto, era de color dorado, y en sus terminaciones, se alzaban hermosas coronas de cristal dentro de las cuales iban las luminarias. Mane me dijo que todo lo dorado en esa lámpara era de oro, yo le creí.



Recuerdo como su hubiese sido ayer, mirar al campeón sentado en las mesa y comiendo rodeado por muchos. Actuaba extraño, hablaba alto, y se reía a carcajadas. De repente y de un sólo salto, se pone de pie, tambalea un poco y acto seguido, coge la lámpara que Mane y yo tanto admirábamos, como pera de boxeo. Lanzándole no más de cuatro poderosos y muy rápidos golpes, la destruye por completo.



Los vidrios salieron disparados por todos lados, algunos hicieron blanco en varios invitados, quienes, para mi desconcierto, y a pesar de los golpes y una leve magulladura en la frente de Plutarco (esposo de Candelaria, hermana de Pambelé), rieron a carcajadas festejando la hazaña del campeón.



Me quedé paralizado por un instante, asustado y dudando sobre qué hacer. De repente escucho la voz de Mane, la cual me saca del letargo momentáneo diciendo, "rápido Ivancito coge los tuyos". Fue en ese momento, y mientras recogíamos algunos rombos de cristal convencidos que eran diamantes, que entendí, a mi corta edad, que el campeón estaba cambiando.