Douglas Iván Páez, escritor.
miércoles, 30 de diciembre de 2015
Homenaje a Gabo
Yendo rumbo a casa de mis hijas en la urbanización Villa Venecia, una tarde cualquiera de estos melancólicos días de semana santa, el conductor del taxi que me transportaba, abruptamente detiene su marcha y sin explicación aparente se baja del auto, motivo: apropiarse de dos mangos recién caídos de uno de los frondosos arboles, que de este fruto, en dicha urbanización abundan.
No sé si por amabilidad o por sentirse él obligado, al pensar erróneamente que era yo propietario de alguna de las casas, extiende sus manos y me pone a escoger uno cualquiera de los pintorescos frutos y me hace partícipe de la fortuita adquisición.
Eran dos magníficos ejemplares, generosos en tamaño pero diferentes en apariencia. Uno lucia matizado con una perfecta combinación de rojo y amarillo que sutilmente se diseminaba por todo el fruto, indicando de esta manera que había alcanzado su total madurez. El otro, carente absoluto del rojo presente en el primero, mostraba en su base un pálido verde esparcido e imponente hasta poco más de la mitad del mismo, y de allí en adelante, un pálido amarillo poco a poco se iba imponiendo, hasta volverse reluciente e intenso en la punta a manera de corona. Este último era el menos maduro.
Devolviendo el gesto, dejé que fuera él quien se apropiara del predilecto y dejara para mi el descartado, y como bien había supuesto, el amable conductor dejó para mi el más verde.
Estos mangos de "Clase" (con este apelativo se les conoce en estas tierras), poseen un exquisito y dulce sabor cuando están maduros, pero cuando no han alcanzado ese punto, su acidez es tan fuerte que algunos lo tildan de insoportable.
Sofía, mi hija de 10 años, apenas vio el magnífico ejemplar y al notar que era el color verde lo que predominaba en su corteza, enseguida supo que hacer para conseguir mayor disfrute de la apetitosa vianda. Fue entonces cuando en pocos segundos pasé, de padre proveedor, a ayudante culinario.
Con mucha diligencia la vivaz niña toma un afilado cuchillo y me ordena pelar el mango en su totalidad, advirtiéndome antes que debía retirar sólo la corteza. Toma ella un plato hondo y va depositando los trozos de mango ya pelados dentro del mismo. En un pequeño plato llano aparte, la laboriosa niña hace una mezcla terrosa con sal y pimienta. Y como si esto fuera poco, escurre las dos mitades de un jugoso limón sobre el ya sudoroso y recién rebanado mango. Mis papilas gustativas rechinaban dentro de mi boca por tanto estímulo visual y de aromas. Cada pedazo goteante de mango verde untado con la terrosa mezcla de sal y pimienta, saturaban de salivación de mi ya aguada boca, mucho antes de que el trozo de mango la tocase.
Como olvidar la espontánea carcajada que la bella Sofy expelía, cada vez que veía que mi rostro afectado por la ácida mezcla se arrugaba. Sus blancos dientes por completo los mostraba y parte de su encía sobre ellos reluciente se veía. Sus ojitos negros, llorosos y brillantes lucían, mientras ella; totalmente descontrolada y con una mano tapando su boca, trataba de esconder infructuosamente su risa. Tenía ante mí una de las mas hermosas de las vistas, la espontánea carcajada de un niño.
Para ti mi apreciado lector; si he logrado que en tu mente vieras los mangos que el taxista recogió, si logré mostrarte el rostro alegre de mi pequeña hija, y sí, mejor aún, logré que se te hiciera agua la boca con la preparación e ingesta de la fruta; entonces has sentido el poder de la palabra, aclarando eso si, de manos de este simple aficionado con pretensiones de literato.
Sólo se debe juzgar la obra y legado de una persona teniendo en cuenta su desempeño y productividad dentro de la misma. Criticar a nuestro nobel por su ideología, irreverencia de credo, o peor aún, por su escasa diligencia político-administrativa con respecto a su natal Aracataca, o respecto a nuestra sufrida Colombia, es tan ilógico, como pretender exigirle a alguno de nuestros inoperantes dirigentes públicos, una obra literaria.
Paz en su tumba.
jueves, 23 de julio de 2015
La Auto-discriminación del los Negros
Una noche de miércoles cualquiera,
me encontraba en el bar “Tasca María” de la calle de la Media Luna en mi natal Cartagena
de Indias. Fui invitado por uno de los propietarios de la época, Eduardo Luis Guardela
Quintana, quien en varias ocasiones me insistió que lo visitara un miércoles, para
de esta manera comprobar lo espectacular que era la vida nocturna, en esta
calle, estos días en especial. Motivado por mi espíritu investigativo (ganas de
una buena conversa y una fría cerveza), decidí aceptar la invitación y constatar, vivencialmente, lo que en este afamado sector ocurría.
Ya cerca de la media noche, una
chica joven, negra, delgada, alta y muy atractiva, se acerca y me pregunta que
si podíamos bailar. Acepté su propuesta, no sin antes obtener la aprobación de
un chico alto y musculoso que la acompañaba.
Después de bailar una Salsa
y un Reguetón, esta pareja se ubicó a mi lado en la atestada barra del lugar y conversamos
amenamente. En uno de los apartes de la tertulia, esta chica comienza a “despacharse”
en contra de los cartageneros, sin importarle saber que era yo nativo. Que
todos éramos racistas, excluyentes, mal educados, etc. La dejé que se desahogara
y apenas me permitió el espacio, le comenté: amiga, primero, mi educación jamás
permitirá referirme tan despectivamente de una región, o país cualquiera,
sabiendo que hay un originario de la misma presente; segundo, cuando hables de personas,
jamás cometas el error de agruparnos a todos en un solo concepto; somos entes
individuales y por ende, cada uno un universo distinto, complicado y enigmático,
pero distinto.
Ella, un poco alicorada ya,
insistía en el racismo; tratando de mostrar aceptación de mis palabras, ya no
solo endilgaba esta criticable práctica, únicamente a los cartageneros, y dijo
que era una actitud generalizada en toda Colombia, y comenzó a contar una serie
de actos racistas que ella había padecido.
Nuevamente la dejé que
terminara todos sus argumentos; debo reconocer que tenía razón al sentirse discriminada
según lo que narró. Han existido, existen y existirán personas discriminatorias
siempre, esto lo atribuyo yo, a frustraciones propias de cada individuo
discriminador, quienes al no poder justificar un argumento o causa cualquiera
con el intelecto, acuden a la agresión, y/o discriminación para ocultar sus
falencias. Y así se lo argumenté a la hermosa mulata, y le informé que así de blanquito
como ella me veía a mí, era hijo de madre negra, y seguidamente le pregunté: ¿Y
tú, eres negra? A lo que ella muy afanada respondió, ¡Claro que no! ¡Yo soy
morena clara!
Moraleja: El ofenderse es
una decisión propia. Desde hace muchos años decidí, que a pesar de lo que digan,
o hagan, no ME permitiría, que nada, ni nadie, me ofendiera.
jueves, 28 de mayo de 2015
Mi Encuentro con el Poeta Loco
A comienzos de los años ochenta, tendría aproximadamente 14 años y mi hermana se encontraba realizando su año de prácticas de Instrumentación Quirúrgica en la ciudad de Cereté, Cordoba.
Mi madre y yo íbamos a visitarla con frecuencia y siempre era grato recorrer esas extensiones inmensas de tierra plana, con abundantes prados verdes, ganados blancos y robustos, y laderas inmensas e interminables de matas de algodón, estas, vistas desde la ventanilla del auto, eran lo más similar que podíamos tener en estas áridas latitudes, a un prado cubierto de nieve.
Se quedaba ella en la casa de la familia Rodríguez Espitia, la cual queda ubicada en el barrio Venus, era una casa antigua, grande y de madera, era de color verde claro y un hermoso jardín demarcaba el camino de la entrada, y este a su vez, era protegido por unas hermosas rejas negras de formas muy elaboradas. Justo enfrente de esta hermosa casa, un brazo del rio Sinú pasaba agrandado y veloz en época de invierno, era una vista hermosa e intimidante al mismo tiempo.
En cierta ocasión mientras reposábamos el almuerzo degustando un tinto, irrumpió en medio de la sala un hombre muy alto. Lucía fornido, de piel blanca pero algo curtida, no sucia, asoleada; su cabeza notoriamente grande, estaba cubierta de cabello liso, negro y ligeramente alborotado. Vestía una camisa guayabera de cuatro bolsillos de color gris, se veía algo gastada, la combinaba con un pantalón negro; ambas prendas estaban limpias, pero lo que resaltó de inmediato, fueron sus enormes pies descalzos, trajinados y llenos de barro.
Su tono de voz era grave, hablaba fuerte y con mucha confianza, parecía ser allegado o por lo menos alguien bien conocido por la familia. Usando buen léxico y denotando buenos modales, pide un tinto, se sienta con nosotros y comienza a interrogarnos. Empieza por mi madre: le preguntó sobre su ocupación, ¿cual era la relación de ella con la familia Rodríguez Espitia? ¿Procedencia?, etc. Luego se dirige a mí, preguntó el parentesco entre mi madre y yo, mi edad, colegio, año que cursaba, y me preguntó que si me gustaba la poesía, respondí que sí, y comenzó a declamar uno de sus poemas, uno que hablaba de que él era un Dios en su pueblo o algo así, quedé asombrado, como alguien evidentemente desquiciado podía escribir algo tan bonito y coherente. Después preguntó por mi dirección en Cartagena, Esthercita Rodríguez, hija de la dueña de casa, me hace unos ademanes a espaldas del sujeto que no entendí, yo le di mi dirección. Este hombre termina su café, y de la misma forma atrevida que irrumpió, se marcha. No sin antes prometer visita.
Apenas sale, Esthercita algo preocupada me dice: no te asombre si llega a tu casa, él tiene una memoria excelente. ¿Y quién es él? Pregunté, es Raúl Gómez Jattin, alguien a quien la inteligencia lo llevó a la locura.
Nunca me visitó, cosa que me alegra porque la verdad es que el personaje me intimidaba un poco. Muchos años después, estando de amores con quien fuese después mi esposa, estábamos en el parque de San Diego tomando vino y escuchando canciones de Silvio Rodríguez. De repente, llegó Raul y lo reconocí inmediatamente. Pide un trago de ron a otro grupo de muchachos que estaba cerca de nosotros, ellos en un tono bastante displicente le dijeron que no. Raúl, visiblemente enojado, lanza un zarpazo y les arrebata la botella, allí de pie y medio de estos chicos, empina la botella y se toma un gran sorbo de licor, y lo que queda, haciendo gala a su locura, lo revienta contra el piso salpicándonos de vidrios y licor a todos los allí presentes. Y con una carcajada estridente, despavorido corre y se pierde entre las estrechas callejuelas de San Diego.
¡Loco hijueputa! Alcanzó a gritarle uno de los afectados, y después, todos fuimos contagiados por la risa al ver la desfachatez del personaje. Pocos días después de este suceso, leí en el periódico local, la trágica noticia de su muerte atropellado por un auto fantasma.
Un Vuelo Casi-Fatal.
Comencé a laborar para Hocol S.A. en octubre de 1989. Esta era una petrolera americana recién adquirida por compañías Shell. Estaban recién llegados a la ciudad de Cartagena y de ella muy pocos tenían conocimiento. Ingresé referenciado y recomendado por Mónica Abello, ex compañera y amiga en Amocar S.A. empresa encargada de elaborar amoniaco. Tuve la fortuna de conocer a Mónica cuando realicé, en esta empresa, mis prácticas estudiantiles de Tecnología de Sistemas a mediados de 1988.
Para ingresar a Hocol me tocó renunciar a La Siderúrgica Del Caribe (fue esta empresa mi primera experiencia laboral) y recuerdo que al anunciar mi retiro, mi jefe de la época, Nicanor Espinosa, me advirtió lo riesgoso que era dejar una empresa reconocida e importante, por la aventura que emprendería. Además, era yo el encargado de liquidar la nómina con escasos 21 años, lo que me auguraba un ascenso vertiginoso y seguro en la mencionada siderúrgica.
Dejándome llevar por mi instinto, y por el hecho que mi sueldo fue, literalmente duplicado, ingresé a la localmente desconocida Hocol S.A.
Estando en plena inducción empresarial, y como requisito de la misma, debimos viajar en uno de los 3 chartes (al servicio de la compañía) a la ciudad de Neiva en el departamento del Huila. Era un día jueves, y el viaje demoraba 2 horas desde Cartagena. Regresaríamos el mismo día al finalizar la tarde.
En pleno vuelo y a escasos 20 minutos de llegar a la capital del Huila, la cabina del pequeño bimotor con capacidad para 15 pasajeros, súbitamente comenzó a llenarse de humo. Este salía abundantemente por los ductos del aire acondicionado y todos a bordo entraron en pánico; más yo al ver que el vuelo transcurría sin sobresaltos, ni descenso repentino, tranquilamente esperé a que nos informaran acerca de lo que estaba sucediendo. La azafata entró a la cabina de los pilotos y les informó acerca de la inusual situación. El ingeniero de vuelo recorrió el pequeño aparato inspeccionando todo; y pidiéndonos tranquilidad, regresó a la cabina de pilotos. Yo, algo inquieto, observé que la presencia de humo persistía. De repente, un sudoroso ingeniero de vuelo, aparece nuevamente; su rostro lucía palidez extrema, sus ojos, ostensiblemente abiertos, evidenciaban pánico y desespero. Presuroso recorría en busca del origen del humo, y yo, al ver el rostro descompuesto de este señor, entré en pánico también. Pensé, si este individuo, entrenado e instruido para este tipo de situaciones, estaba así de angustiado, la caída de la pequeña aeronave sería inminente.
A los pocos segundos el humo comenzó a disiparse. El ingeniero y la azafata, ahora más relajados, nos informaron que la situación ya estaba controlada, y nos pidieron alistarnos para el ya próximo aterrizaje en la ciudad de Neiva.
Al aterrizar, varios de nosotros muy angustiados, preguntamos acerca del regreso. La azafata, una chica joven, rubia y muy atractiva, nos informó que el avión quedaría para revisión en Neiva, y otro chárter vendría desde Bogotá por nosotros para finalizar el trayecto.
Estuvimos en Neiva y recorrimos algunos pozos petroleros de la compañía. Visitamos varias instalaciones y una refinería. Almorzamos en el club que Hocol tenía en dicha ciudad, y que si mal no recuerdo, se llamaba: “Andaquíes”. En este pasamos el resto de la tarde hasta la hora de regreso.
Ya en el aeropuerto y al darnos cuenta que el regreso sería en el mismo avión, todos nos reusamos a abordar. La inútil insistencia del piloto, e ingeniero de vuelo; por convencernos de que había sido un daño menor en una de las mangueras hidráulicas, no nos convencía. Hasta que esta hermosa azafata, con una sola intervención, nos persuadió. “A ver mis chicos queridos, ¿ustedes piensan que nosotros, la tripulación, somos suicidas? Pues no, yo quiero vivir ¡y quiero regresar a casa ya!”. Este argumento, totalmente válido y acertado, nos convenció. Abordamos, unos más preocupados que otros, pero abordamos; y emprendimos el feliz regreso, sin contratiempos. Cabe anotar que la infaltable existencia de whisky que había en el pequeño aparato, fue agotada.
Este azarado vuelo lo realizamos un día jueves. El martes siguiente y cerca del mismo sector donde ocurrió nuestro percance, este avión se accidentó; en las montañas que rodean el aeropuerto de Neiva, pereciendo toda la tripulación (piloto, ingeniero de vuelo, azafata) y varios empleaos de Hocol. Entre ellos un ingeniero del mismo departamento donde yo laboraba, Proyectos.
“Institución Educativa y de Enseñanza Temprana La Seño Triny”
Mis primeros años escolares fueron donde la “Seño Triny”,
colegito de barrio ubicado en la urbanización Santa Mónica. Constaba únicamente
de un aula, la sala de la casa.
La directora, profesora, secretaria, asistente de baño y
aseadora, era la seño Triny. Mujer blanca y simpática con apariencia del
interior del país, y su esposo, panadero de profesión, y profesor de educación
física e inglés, por rebusque. Ellos dos, eran los encargados de la atención y
el cuidado de aproximadamente 10 o 12 niños.
Las clases terminaban al medio día, y mientras nos venían a recoger, la seño Triny nos sacaba a la terraza y aprovechábamos ese valioso tiempo para jugar a lo primero que se nos ocurriere. Cierto día, mientras jugábamos correteándonos los unos a los otros, a mi compañerito de clases Edwin Salcedo Vásquez, se le salió uno de sus zapatos, y yo, de esa forma irreflexiva que caracteriza a los infantes, y casi que instintivamente, lo tomé, y sin la más mínima duda, lo arrojé al tejado de la escuelita. A Edwin esto para nada lo mortifico y seguimos jugando como si nada, él con un pie calzado y el otro en plantilla de medias.
A Edwin lo recogía su hermano mayor. Iba en una camioneta grande de color rojo oscuro y de estacas metálicas en la parte trasera. Cuando este le pregunta a Edwin por el otro zapato, este, con esa sonrisa tan amplia que siempre le ha caracterizado y que deja ver parte de sus encías, le informa que estaba en el tejado, que yo allá se lo había tirado.
Lógicamente el hermano no estaba preparado para este imprevisto, llama a la puerta de la seño Triny y le solicita una escalera. Recuerdo al hermano de Edwin como un hombre muy alto y grueso, recuerdo que los dos nos mirábamos y reíamos por la dificultad con que este subía por las escalas. Ya ubicado en el extremo superior y ad portas del tejado, levanta su rodilla izquierda y cuando trata de alcanzar el techo, la escalera se desliza un tris sobre el repello que no estaba pintado en lo más alto de la pared, imposible olvidar la cara de susto de este señor y la gran hilaridad que esta produjo en todos los chicos que atentos mirábamos el rescate.
Con mucho esfuerzo por fin el calzado es rescatado, y el corpulento hombre emprendió el descenso, el cual fue igual de gracioso para nosotros, como complicado para él. Con el fin de bajar más seguro usando ambas manos, cuando estaba a mitad de la escalera, suelta el zapato y lo deja caer al piso. Inmediatamente miré a Edwin, y otra vez sin dudarlo siquiera, tomé el calzado y nuevamente lo tiré al techo, para de esta forma obtener una repetición instantánea del divertido rescate. No sé si por pena, o temor, la seño Triny quedó enmudecida. Jamás podré borrar de mi mente la cara de este señor, cuando ya con ambos pies en la tierra, y al preguntar por el zapato, notoriamente avergonzada, la seño Triny le informa que nuevamente está en el tejado.
Cuando todo pasa, la seño Triny muy seria me pidió que le prestara mi cuaderno y comienza a escribir. Yo seguí alegremente correteando con el resto de compañeritos. Me llamó la atención el tiempo que tardaba escribiendo la seño Triny, y como no sabía leer, me le acerqué y pregunté: ¿Seño Triny y que tanto escribe? “Escribiendo lo bien que te portas aquí en el colegio Ivancito, a penas llegues a tu casa, le enseñas esta nota a tu mamá”.
Y así lo hice, apenas me baje del carro salí corriendo con mucha alegría y sin saludar a mi madre siquiera hurgué entre mi maletín y apresurado le mostré el cuaderno diciéndole: “mami, mami, la seño Triny mandó una nota que dice lo bien que yo me porto”.
Duré dos semanas castigado y sin salir a ninguna parte, recuerdo a mi padre tenuemente sonreído, con la mano a un lado de su mejilla tratando de ocultar su boca y diciéndole en voz baja a mi madre: “! A este carajo lo expulsaron del parvulito ¡”.
Duré dos semanas castigado y sin salir a ninguna parte, recuerdo a mi padre tenuemente sonreído, con la mano a un lado de su mejilla tratando de ocultar su boca y diciéndole en voz baja a mi madre: “! A este carajo lo expulsaron del parvulito ¡”.
Viaje a Venezuela. Parte 1.
En diciembre del 2007 viajé por negocios a Venezuela, me fui por carretera en un extenso viaje de 10 horas desde Cartagena hasta Maracaibo.
Con anticipación y aprovechando la internet, ubique un hotel cerca de la terminal de autobuses de Maracaibo e hice la reservación, como llegaba de noche no quería arriesgarme a tomar un taxi, me habían hecho tantas advertencias acerca del orden público en Venezuela que viajaba algo paranoico.
Mi destino final era Punto Fijo en el estado de Falcón, ciudad en la costa del Caribe que por ser puerto libre, era muy apetecida por los comerciantes. Para llegar a ella desde Maracaibo, hay que tomar unos taxis antiguos que salen de la central de abastos y son la forma más rápida y “segura” de llegar. Aclaro que en Venezuela si quieres prestar el servicio de taxi, las reglamentación es muy estricta: debes elaborar ya sea en cartón, cartulina u hoja de papel común un cartel que enuncie, con puño y letra del interesado, la palabra “TAXI”, lo colocas en el vidrio delantero del auto y listo, este sólo requisito te habilita para prestar el servicio. Enseguida entendí porque en estos “TAXIS”, es donde mayormente roban a los incautos turistas. El amigo que me atendió en Maracaibo queriendo tener un gesto amable, pagó los dos cupos delanteros del taxi para que viajara cómodo y sin la perturbación de estar pegado a un total desconocido por cinco horas seguidas, en el puesto delantero solo iríamos el conductor y yo, no me imaginaba lo inconveniente que esto sería.
Arrancamos y lo primero que noté es que el vehículo no tenía cinturones de seguridad, el conductor era un tipo joven, piel morena, muy alto y de una prominente barriga, con una gran destreza para manejar y hablar por celular al mismo tiempo, todo esto mientras el velocímetro no bajaba de los 140 km/hora, si, 140 km en un carro totalmente desvencijado, sin cinturones y el cual vibraba tanto que alcancé a preocuparme por la permanencia de mis calzas dentales en su sitio. Se nos atraviesa una pareja en una moto y les juro que alcancé a hundir el piso del carro de la frenada tan bárbara que yo pegué, el conductor me mira y sonriente me dice “¿que, te asustaste chamo?”.
Con el fin de ignorar el evidente peligro en que la amable intensión de un amigo me había colocado, me propuse ignorar la ruta y concentrarme en el paisaje, no se puede negar que la vista es espectacular, desierto total, solo visto por estos ojos provincianos en películas, enormes cactus en forma de tridente y de un verde intenso a pesar de la aridez que los rodea, dunas y dunas de arena roja que contrastan con el azul intenso del cielo y el incandescente sol reflejaba todo se esplendor en el mar verde esmeralda que de vez en cuando se dejaba a ver a lo lejos en partes del trayecto. Pueden pasar largos momentos sin contemplar la más mínima muestra de civilización y cuando crees que esta va a aparecer, cabras y uno que otro rancho es lo más cercano a dicha palabra.
Comienza a caer la noche y noto que el conductor no enciende las luces, le pregunto acerca de esto y me responde con esa actitud burlesca sostenida durante todo el viaje, “Todavía es temprano chamo”, ¡ H…P..ta ¡, exclamó mi angustiado pensamiento mientras me hundía en la silla, ¡estos Venezolanos vienen con visión nocturna de nacimiento!.
Sigo mirando el paisaje ya resignado de lo que Dios quiera, cuando me llaman la atención unos grandes letreros de color naranja y letras negras, que por la poca luz y alta velocidad no alcanzaba a leer de una sola ojeada, pero reto es reto y me doy a la tarea de descifrarlos, en realidad poco me importaba lo que decían era otra manera de distraer la mente e ignorar el traumático viaje.
Noté que los letreros coincidían con la aparición de unas torres gigantescas de alta tensión y como estaban alineados al trayecto de estas, pensé que tendrían que ver con ellas. “Estrategia”, dije para mí, me enfocaré en tratar de leer línea a línea y así descifrar lo que dicen y comencé:.. “Peligro”, ¡ESO! pensé con emoción, la primera línea dice Peligro, seguro es por el alto voltaje, y esperando la aparición del siguiente letrero mentalmente me programe a leer solo la segunda línea. “Animales”… jajaja ya sabía que estos letreros no me ganarían... llega el próximo: “animales en”… “¡¡¡ ANIMALES EN LA VIA !!!”; juro que jamás en mi vida había sentido el temor real de la muerte, 140 km por hora, 6:40 de la tarde, luces apagadas, sin cinturón de seguridad y animales en la vía y al volante, que podría ser peor.
Llegamos a Punto Fijo a las 8:30 pm, resulto ser más provincial que la metrópolis comercial que yo imaginaba, a esa hora no había hotel disponible y me tocó dormir en un motel de poca monta donde a pesar de no creer en fantasmas, los lamentos y quejidos me mantuvieron despierto gran parte de la noche. Le di gracias a Dios de estar vivo, insomne pero vivo.
Viaje a Venezuela. Parte 2.
Caminando las atestadas calles de Punto Fijo y ya dedicado a mis compras, de repente escucho a lo lejos que alguien llama: “Douglas Páez”, la verdad me sorprendí mucho, me parecía poco probable que alguien en estas latitudes me conociera, volteo y grata sorpresa, era Juan Carlos Páez, compañero de clases y egresado también de Comfenalco, resaltaba entre la multitud, era el único en pantaloneta, además esta era tan larga que sobrepasaba sus rodillas, con cuadros azules y blancos, la acompañaba con una camiseta blanca y sandalias tipo Jesúcristo. Cabe anotar que en el 2007 estas pantalonetas no existían, pero mi amigo Juan siempre fue un visionario de la moda. Fue grato encontrarlo, nos saludamos y cada cual sigue su camino.
Termino mis compras y noto que todavía me quedan algunos devaluados bolívares y como no era negocio regresar con esta moneda, busco en que gastarlos y decido invertir todo en un solo objeto, un televisor LCD de 32 pulgadas que costaba tres millones seiscientos mil bolívares, que más o menos equivalían a $900.000 pesos Colombianos. La dependiente al momento de facturar me informa que iba a registrar la compra solo por tres millones quinientos mil bolívares para que la aduana de Venezuela no me pusiera problemas ya que en Punto Fijo solo permitían compras hasta este monto por persona, ¡QUE! y hasta ahora me entero, después de 2 portátiles, 10 cámaras digitales y un equipo de sonido para autos. Ninguno de los dependientes donde hice las compras me informó de esto, ningún cartel hace alusión al respecto, no hay una isla de información para compradores o visitantes, no había nada.
Terminé mis compras como a la 1 pm y después de conseguir un buen hotel donde quedarme y guardar mis cosas, me dedique a conocer Punto Fijo, no fue tarea muy larga, tiene a las afueras lo que dicen es una de las refinerías más grandes del mundo, hay también unas playas hermosas desde las cuales puedes, en tan solo pocos minutos en lancha o ferry, llegar hasta Aruba y Curasao. Entrada la noche me quedé en un centro comercial que está ubicado a la salida para Maracaibo, es espectacular, muy grande y en el cual hay un excelente restaurante especializado en frutos del mar, fue allí donde con un excelente “Festival de Mariscos”, terminé mi noche.
Al día siguiente procedí a buscar transporte para Maracaibo, no fue tarea fácil ya que me levanté tarde y era domingo, otra vez sobredimensioné mis expectativas de metrópolis comercial de Punto Fijo.
Sentado sobre una de mis cajas en una esquina cualquiera del centro de comercio y después de hora y media de infructuosa búsqueda, se detiene frente a mí un auto de color rojo, nuevo y lujoso, dentro de él se observa a una pareja y el conductor con una seña me pide que me acerque. El tipo tenía buena apariencia, de unos 28 años aproximadamente, la chica podría tener unos 23 y estaba visiblemente embarazada, me preguntan que si soy yo la persona que busca transporte para Maracaibo, era ya casi medio día, me preocupaba las cinco horas de viaje y llegar de noche a Maracaibo, le respondí que sí sin pensarlo, arreglamos precio, montamos mis compras y arrancamos.
Al subir ellos notan que me coloco el cinturón de seguridad y me aconseja el conductor: “conchales chico, quítate eso que si nos accidentamos y se incendia el carro te vas a morir quemado”, no le presté atención y seguimos. Eran muy agradables y educados, veníamos conversando amenamente cuando ya en la salida del puerto y próximos al CADIVI (entidad de aduanas en Venezuela), el joven se detiene y me comenta, “chico vamos a acomodar bien lo tuyo y lo mío, sino estos HP policías nos joden” y empieza a sacar una cantidad de botellas de Buchanan´s que llevaban en los puestos delanteros y comienzan a acomodarlas entre mis cosas y en cuanto espacio disponible hubiese dentro del auto, la verdad que a estas alturas del camino y con ganas de salir rápido no hice objeción alguna, por el contrario los ayudé a esconder su whiskey.
Llegamos al puesto de control a la 1:20, la fila de autos era larga, yo me bajo y procedo a observar como estos funcionarios hacían las requisas y que tan riguroso era el control, me di cuenta que en uno de los carriles había un funcionario, blanco, muy alto, con notable sobre peso y cara de bonachón, ¡este es!, dije para mis adentros, este gordito debió haber almorzado hace más o menos una hora, es la 1:30 de la tarde, sol inclemente, día caluroso, debe tener sueño, todo esto debería redundar en un control más ligero, además noté que este carril fluía más rápido lo que en mi pensar corroboraba mi teoría, “definitivamente este es” me repetí. Regresé al auto y le sugerí a mi transportador que nos cambiáramos a ese carril, él enseguida accedió apenas escuchó mis argumentos.
Nos llega nuestro turno y el gordito nos pide identificación y las facturas de lo que habíamos comprado, no nos hizo bajar siquiera del auto, solo miraba por entre las ventanas del mismo, con su mano puesta en la visera de la gorra como tratando de extenderla y lograr de esta manera más sombra. Yo desde la ventanilla le paso mi pasaporte y una factura, comencé con la de menos valor y él le estampaba el sello de aprobación y me la regresa, le paso otra, y hace lo mismo, le paso otra y otra, en esta última, el funcionario me advierte, “conchales chico ya aquí te estabas pasando del monto permitido” y le estampa el sello, le paso otra y me dice: “coño chico, ya aquí te pasaste” y le estampa el sello, animado yo por lo laxo del uniformado, le paso la factura del equipo de sonido para autos y vuelve a reprochar “CONCHALES VALE, ya aquí estas ido”, descaradamente y aprovechando la buena actitud del personaje y su poco rigor en la requisa, le paso la factura del televisor, esa que de por sí sola copaba el monto permitido de compras, “!COOOÑO DE TU MADRE CHICO! con esta me mataste”, le estampa el sello de tal manera que pensé que este, traspasaría la factura, mi pasaporte y su mano, me devuelve el documento junto con el pasaporte y nos despide: “¡Por aquí no vuelvas más chico!”, fue su último reproche mientras sosteniendo su gorra por la visera, removía su cabeza dentro de ella como queriéndosela atornillar.
Seguimos el viaje y otra vez cuando procedo a ponerme el cinturón, de nuevo el absurdo consejo del conductor, lógicamente lo volví a ignorar. Ya a mitad de camino y justo frente a nuestra panorámica uno de esos taxis viejos, igual al que me transportó desde Maracaibo a Punto Fijo, se accidenta de frente contra un bus, el conductor del taxi sale disparado y rodando por el piso atravesando la calzada justo frente de nosotros, la reacción oportuna de nuestro conductor evita hacernos parte de tan trágico acontecimiento, fue terrible la escena, nos detuvimos un rato y debo reconocer que permanecimos en el auto la esposa embarazada del conductor y yo, con lo que ya habíamos visto era suficiente. Reanudamos la marcha y les advertí acerca de la importancia de los cinturones de seguridad, “si ese conductor lo hubiese traído puesto, no habría salido disparado del auto y por ende, salvado su vida”, la primera en ponérselo fue la chica a quien me toco indicarle como usarlo, el conductor pretendía que le indicara también a él mientras iba al volante, lo hice detener y le enseñé como usarlo, proseguimos ya todos con los cinturones puestos cuando a unos 15 minutos de viaje noto que el conductor se suelta el cinturón, luego lo vuelve a colocar en su sitio, acto seguido lo vuelve a desenganchar, nuevamente lo asegura, al ver que iba a seguir con este extraño comportamiento mientras nos conducimos por una vía de alto riesgo, le pregunto acerca de que era lo que estaba haciendo y él muy asombrado y con cara de gran regocijo me comenta que por fin había dado con el significado de esa extraña luz roja que jamás se apagaba en el tablero de su recién adquirido Dodge Neón 2006, era un misterio resuelto, que muy a pesar de haber ido a talleres especializados y centros de servicios, ningún ingeniero en Punto Fijo, había dado con la funcionalidad de dicha luz y remata diciendo: “yo si sabía que debía ser de alguna advertencia, porque rojo es peligro aquí y en toda la bolita del mundo. Mira Colombia mis respetos chamo, tu sí que eres inteligente”, me acomodé en mi asiento, recosté la cabeza a la ventanilla y contemplando el paisaje permanecí en silencio el resto del camino.
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